Parábola de las ingles

Ayna

Esta vez en la escuela no hay música. Don Roberto, con el puntero en una mano y un libraco en la otra, da vueltas por la tarima con gesto adusto. Cuerda nos muestra el escenario en un plano general con referencia de los niños. En la pizarra, con letra impecablemente cali­gráfica, hay una serie de palabras que contienen una equis: óxido, nexo, sexagenario, auxilio, sexo, exagera, éxtasis, mixto, sexto, tórax, exquisito, exágono, ex-alcalde. El maestro habla pausadamente a sus alumnos: «Esta mañana, queridos niños, hay algo nuevo en el aula. Hay algo nuevo que vosotros podéis ver. Me refiero a esos señores que hay ahí al fondo». El maes­tro señala con el puntero. Los niños se vuelven. Efectivamente, dos hombres armados con escopetas se han apostado al fondo de la clase. Son los invasores. El maestro sigue su discurso: «Y hay algo nuevo que vosotros no podéis ver todavía porque sois muy pequeños. Pero que yo os voy a enseñar a ver, o por lo menos lo voy a intentar porque ésa es mi obligación, quizás mi única obligación. Hoy, hay en esta clase una falta absoluta de libertad». Don Roberto se sienta. «Esos dos señores -continúa-, que no son niños, que no son yo mismo, y a quienes he intentado impedir que entrasen en el aula, se han colado aquí -subiendo el tono muy irri­tado-, y lo que es más grave aún, me han exigido que os haga un examen para que ellos puedan calibrar cuál es el estado actual de vuestros conocimientos. Y después de todo esto, os diré que pretenden… ¡ja!, reíros conmigo, niños, que la suya es una ocupación pacífica del pueblo. ¡Qué mayor violencia que la que se ejerce contra el espíritu!».

Don Roberto, terminado su largo preámbulo, da un fuerte golpe sobre la mesa con el libro que tenía en sus manos. Luego lo abre y dice: «¡Examen! Tomad nota de las preguntas: Las ingles. Su importancia geográfica. ¿Son verdad las ingles? Historia de las ingles. Las ingles en la antigüedad. Las ingles de los americanos. ¿Cómo hay que tocar las ingles? El ruido de las ingles. Las ingles más famosas. Las ingles y la literatura. Un kilo de ingles. Las ingles de los niños. Las ingles y la cabeza: relación si la hubiera. Las ingles en Andalucía. Y el clavel. Teoría General del Estado y las ingles. Las ingles negras. ¿Hay una ingle o muchas ingles?. Las ingles de los actores. La ingle y Dios. No ha nacido todavía la ingle que me domine. Las ingles descabaladas. Su porqué. Las ingles putas. Dibujo a mano de las ingles. ¿Es carne la ingle? El jaque a la ingle. ¿Satisface hoy en día una ingle? ¿Qué ingle?» Cierra el libro y añade: «Con­testad a las preguntas». Don Roberto ha ido exaltándose progresivamente a medida que iba desgranado las preguntas del examen. Tiene la cara encendida, congestionada. Los niños, por el contrario, han escrito las preguntas en respetuoso silencio. «¿Ha terminado usted ya?», pre­gunta desafiante uno de los invasores. El maestro se levanta. El que le ha interpelado se quita el reloj y se acerca a él. Al llegar a su altura, le propina una sonora bofetada.

Como una isla dentro de la locura de la película aparece este sentido alegato sobre la dig­nidad, que no rehúye los elementos absurdos que dan unidad al relato, pero que, debido a la sinceridad de la interpretación de Paco Hernández -que curiosamente comparte nombre con uno de los mejores personajes de la obra de Cuerda—, adquiere una seriedad inusitada. La escena tiene muchos precedentes en películas que tratan situaciones de opresión u ocupación, que van desde el discurso de Charles Laughton en Tbis land is mine de Renoir hasta la entrada del agente nazi en la clase del colegio de curas de Au revoir les enfants de Louis Malle (prácti­camente coetánea de Amanece, que no es poco), para descubrir la identidad del chico judío conscientemente ocultado por el Padre Superior, un personaje que tiene también cierto paren­tesco con Don Roberto.

Como he sugerido al narrar la escena, lo primero que choca es que por primera vez en la escuela de Don Roberto no se canta. Y ello a pesar de que en la pizarra, estén preparadas todas esas palabras con x, que seguramente debían ser convertidas en un gospel de no haber irrum­pido en la clase los invasores del pueblo de arriba. El maestro no entra en materia inmediata­mente, sino que hace un largo rodeo retórico hasta llegar al fondo de la cuestión. Su sentido permanece oscuro para el espectador en los primeros segundos, tanto porque Cuerda no muestra un plano de los invasores que expliquen la situación, como porque Don Roberto no deja ver su indignación en esas primeras palabras, precisamente porque su técnica narrativa consiste en prender primero la atención de sus alumnos para luego hacerles partícipes de sus ideas y sentimientos. Es al ofrecer el contraplano de los invasores cuando lo que ha dicho el maestro cobra su significado. El espectador lo entiende pero los niños a quienes se dirige Don Roberto, no. Por eso tiene que explicarlo de una manera más clara. El maestro habla de falta de libertad y de violencia contra el espíritu, y hace algo más, ridiculizar la presencia de los extraños, «que no son yo mismo, que no son niños», por lo que nada tienen que hacer en el aula. Como en las ocupaciones reales, como en las dictaduras, los invasores de la película, por muy en broma que nos los tomemos, lo primero que hacen es controlar la educación, invadir las cabezas de los niños, bucear en ellas para conseguir datos que puedan incriminar a sus padres o maestros. Cuerda desarrollará esta idea en un tono bien distinto, pero igualmente indignado, en La lengua de las mariposas, aprovechando el magnífico texto del relato de Manuel Rivas. No me parece exagerado afirmar que el viejo maestro republicano de esa pelí­cula está ya anunciado por este bondadoso, imaginativo y musical Don Roberto.

La forma que el maestro elige para zaherir a los invasores es, como toda la película muy original y en ella subyace el humor, que nunca puede ser interrumpido en un film de estas características. Los intrusos le exigen un examen para comprobar los conocimientos de los niños. Podría Don Roberto haber recurrido a los ríos de España, al sistema circulatorio o a complicadas operaciones con decimales, temas que los alumnos dominan con letra y música. Pero hace algo más subversivo y provocador: un examen absurdo, subruralista, cuyas pregun­tas dicta como si fueran los versos de un poema -el gran doblador que es Paco Hernández aparece aquí en todo su esplendor en una dicción, un tono y un ritmo brillantísimos-, a una velocidad que haría imposible a sus alumnos transcribirlas, si estuviéramos en el reino de lo verosímil, con un contenido sarcástico que sería grosero si el maestro no utilizara un caste­llano tan correcto y una vocalización tan matizada. Un examen sobre las ingles. Y tomando el todo por la parte, un examen sobre los cojones. Los cojones de la dignidad, las pelotas de la honra, los huevos de la verdad violada. Los enunciados de las preguntas son muchos y muy inspirados y algunos tienen una carga especial, como ese de «¿cómo hay que tocar las ingles?» o «no ha nacido la ingle que me domine». Otros son ocurrentes y muy divertidos, como «las ingles, su importancia geográfica», «las ingles y la cabeza, relación si la hubiera», «las ingles en Andalucía, y el clavel» o «dibujo a mano de las ingles». Pocas veces se ha representado mejor la transmisión de una idea a través de palabras que no la expresan directamente. La bofetada final avala la tesis de que lo que ha dicho el maestro no es ninguna broma. Y que los invaso­res así lo han entendido. La secuencia me parece prodigiosa, tanto o más que los desdobla­mientos de Carmelo o los partos de la mujer del médico.

Esta escena estaba estructurada de manera muy distinta en el guión., en donde tenía dos partes. En la primera, el maestro hablaba a los ocupantes que estaban sentados en un pupitre de la primera fila y no de pie, al fondo del aula, como en la película. Don Roberto les decía: «Pues ustedes estarán tan convencidos de que la ocupación no se nota; pero nosotros, por ejemplo, siem­pre hemos dado la clase cantando; incluso son los niños los que eligen la materia que se va a estu­diar cada día. Y ahora, llegan ustedes y me dicen que, para empezar, examen. O sea que si esto es una ocupación pacífica, que venga Dios y lo vea. Ocurre lo de siempre. Cuando te ocupa una potencia extranjera, lo primero que hace es cambiar los planes de estudio». Uno de los ocupantes le interrumpía diciendo: «¿Qué, pone usted el examen o sigue aburriéndonos?». Y sin más pre­ámbulos se pasaba a la segunda parte de la escena, idéntica a la que vemos en la película: el examen de las ingles. Tampoco existía en el guión la bofetada del invasor.

La secuencia de la escuela está retrasada con respecto al lugar en que figura en el guión. Antes de la escena siguiente -las elecciones- había en el guión otra en la que Nacho, el suicida perma­nente, «espera, sentado en lo alto de un talud al borde de la carretera, a que venga un vehículo que pueda matarlo. Nervioso, salta al centro del asfalto. Al instante, la luz de un solo faro siem­bra la inquietud en el rostro del potencial suicida. Poco después se despeja su duda». Nacho, muy contrariado, grita: «¡Mierda, un motocarro!». Luego duda un momento y se desabrocha la camisa y ofrece su pecho, «iMátame, valiente!, ¡mátame, bonito!». El motocarro hace un quiebro y se sale de la carretera, perdiéndose entre los arbustos de una inclinada pendiente.