No todos han ido a votar esa mañana. Doña Remedios está en la cama porque acaba de dar a luz a otros dos bebés, a los que mira con ternura y alegría. Don Alonso, su marido, no está tan contento. La visión de la estampa maternal más le indigna que le conmueve. En cambio, no parece dar importancia al hecho de que en la misma alcoba esté Morencos subiéndose los pantalones. «No es decente, Remedios -dice el médico- Claro que no. Salgo yo a diagnosticar un cólico nefrítico, que luego no es un cólico nefrítico, sino un crujido de riñones por mala postura, y a ejercer el derecho al voto, y cuando vuelvo, me encuentro con otras dos bocas que alimentar. Tú me dirás, Remedios, qué régimen de vida es éste». Doña Remedios no dice ni una palabra. Simplemente le mira con cierto desprecio. «Se lo he dicho, Don Alonso -tercia Morencos- Se lo he advertido».
A la mesa de las votaciones ha llegado Carmelo sereno. Al fondo de la plaza Carmelo borracho avanza a pasos cortos y con dificultad. «¿Cuál de los dos vota? -pregunta el primero- ¿O votamos los dos?» «No, hombre, vota tú, que estarás más espabilado», opina Gutiérrez. «Le advierto que ése tiene mejor gusto —puntualiza Carmelo—. Aparte de que es más desinhibido… y más progresista». «Pues que vote él, si no -dice el Alcalde— porque además los intereses no serán los mismos». «O que voten los dos -dice el cura tirando por el camino de en medio- Por cierto, esto de desdoblarte, que haces ahora tanto, ¿a qué viene?. Antes no lo hacías». Carmelo, sonriente, responde: «Es que la Gabriela me dijo que le gustaba, que entonces yo, pues bueno…». «Pero la Gabriela -sugiere Don Andrés con una insospechada mala leche-, mientras tengas impotentia coeundi, no te va a hacer caso». «Por eso, miro a ver, si estando sereno a medias, se me va quitando la impotentia coeundi». Cuando termina esta frase el Carmelo sereno, el Carmelo borracho ha conseguido llegar ya a la mesa y, estirando el brazo con el puño cerrado hacia el frente, dice: «Pues a mi el otro día me se puso tiesa». (El juego de campo- contracampo con que está narrada esta secuencia ha hecho que cada vez que pasábamos de un plano corto del guardia, el Alcalde o el cura, al general de Carmelo sereno, comprobáramos el escaso avance del Carmelo borracho).
Bruno y Morencos pasean calle abajo. Bruno le ha contado el desenlace del episodio del plagio de Faulkner. «Pero, hombre, sí, que lo entiendo. Es mejor que haya sido así, que meterse en los gastos de una edición para que después venga el cabo y, en lugar de quemar el manuscrito, te queme los dos o tres mil ejemplares, con lo que cuestan». «Me alegro que lo entiendas, porque estas cosas, si no se asimilan…» En ese momento se cruzan con dos hombres y una mujer armados, que se paran con ellos. La mujer le dice a Morencos: «¡Enhorabuena!, están ustedes votando divinamente». «Muchas gracias -contesta Morencos- ¿Como llevan la invasión?». Uno de los invasores contesta: «Tirandillo. Ya se sabe que las cosas de palacio…». El labrador intelectual les desea suerte y se despiden. Bruno le dice entonces a Morencos: «Te quería yo preguntar una cosa. ¿Y a Nabokov se le lee mucho por aquí?… Te lo digo porque he vuelto a escribir y me está saliendo Ada o el ardor…». Morencos da un respingo escandalizado. «Fue sin querer, ¿eh?» -ataja el argentino- Lo hice sin darme cuenta. Quizás…como los dos somos exiliados…»
En la mesa están ahora votando Nacho, el suicida permanente, y Cascales, que lleva la indumentaria de siempre. Don Andrés se dirige al suicida amenazante: «A ti te voy a coger yo un día y te vas a enterar». Nacho contesta en el tono respondón que le conocemos: «Sí, será por la suerte que tengo». «Me da lo mismo -contesta el cura enfadado- Eso que haces tú, no se hace, ¿me entiendes?» «Pues ahora no voto», dice Nacho. «Vota, hombre, no seas tonto», le aconseja Cascales. El Alcalde recrimina su intervención al cura: «También usted… ha elegido un momento…». «Tú vota -repite Cascales- Luego hablo yo contigo». El cabo les mete prisa alegando que ya están rendidos.
Para evitar que la sucesión de votantes haga repetitiva la secuencia de elecciones, Cuerda estructura este bloque de la jornada electoral en una secuencia nuclear -la de la mesa presidida por las fuerzas vivas- en la que se intercalan dos secuencias que transcurren simultáneamente y que protagonizan respectivamente el médico y Doña Remedios y el escritor argentino. La descripción de esa mesa electoral resulta suficientemente gráfica. Las elecciones permiten que vote todo el mundo, incluidos el catecúmeno, que no puede en cambio entrar en la iglesia, el borracho, al que se presume escaso discernimiento, y el muchacho que acaba de brotar. Parece, aunque no encuentro datos al respecto, que los niños son excluidos, aunque tienen más conocimientos y mayor experiencia de la vida que el brotado. La votación la controlan los representantes de las fuerzas vivas del pueblo y ellos mismos se encargan del escrutinio. Algunas cuestiones puntuales, al no estar previstas en ninguna ley electoral, se dirimen sobre la marcha, como el problema suscitado por la duplicidad de Carmelos.
En un país como España, que ha pasado cuarenta años sin elecciones, todavía el hecho de votar constituye un acontecimiento, sobre todo para las generaciones anteriores a la guerra civil o las que crecieron durante la Dictadura. Estas que se celebran en el pueblo de Amanece, que no es poco recuerdan más a aquellos simulacros electorales en los que de Pascuas a ramos elegíamos -o nos absteníamos- a los procuradores de las Cortes franquistas. Sin embargo hay algunos ciudadanos que se sienten emocionados hasta las lágrimas -como Ngé Ndomo, consciente de la larga lucha que los de su raza o sus valedores han librado durante siglos para alcanzar el ejercicio de sus derechos civiles- o muy contentos -como el hombre brotado, que no ha tenido necesidad de esperar toda una infancia y adolescencia para poder acudir a las urnas- Aprovechando que ya es un ciudadano de pleno derecho, el brotado hace una reclamación que concierne a la salud pública. No es de recibo que un pueblo tan avanzado se deje abandonados los cadáveres de los agostados toda una noche, sin que nadie se haga cargo de arrancarlos y enterrar el trozo brotado y ya putrefacto. Y como es neófito, se informa de los trámites que deberá seguir para ser torero, un cargo que me temo que no existe en el pueblo.
El problema de Carmelo es muy distinto: ¿Cuál de los dos vota, el borracho o el sereno? Si sus personalidades son tan distintas, ¿No tendrán derecho a dos votos independientes, puesto que, como dice el Alcalde, sus intereses pueden divergir? El Carmelo sereno, que además es noble y generoso, propone que su alter ego el que vote porque considera que su desinhibición, su buen gusto y su pensamiento progresista le cualifican mejor para la función de votar. Curiosa idea esa de que a la hora de decidir quiénes deben ser los representantes del pueblo se tome en consideración cuestiones de buen gusto. La escena deriva hacia el tema de la impotencia coeundi, que el Carmelo sereno pretende exorcizar con los desdoblamientos que tanto gustan a Gabriela, mientras que el borracho opte por la masturbación, como se deduce de la afirmación que cierra la escena.
La votación del suicida permanente está a punto de frustrarse por culpa de las recriminaciones que le cura le hace. El carácter agresivo y autodestructivo de nacho hace acto de presencia y amenaza con no votar. La intervención de Cascales es decisiva: «Tú vota, que luego hablo yo contigo».
La primera de las escenas intercaladas en la jornada electoral nos da noticia de que Morencos no ha podido aguantarse las ganas y, sea por satisfacer su ego, sea por dar gusto a sus ingles, ha vuelto a yacer con Doña Remedios con el mismo resultado del coito anterior: otras dos criaturas. Pero el protagonista de la escena es Don Alonso, que esta vez ha llegado a tiempo de pillarle en pelotas y de echarle en cara a su señora que aproveche el ratito que ha pasado fuera para votar y asistir a un paciente, para colocarle encima de la cara otras dos bocas que alimentar. A Morencos no le hace ni caso. Y el labrador intelectual, que ya hemos visto que es un chivato, aprovecha la no hostilidad del marido burlado para echar leña al fuego y acusar a Doña remedios de no haberle hecho caso cuando le advirtió de los peligros de repetir la experiencia.
La segunda escena contiene además del comentario sobre la quema del manuscrito plagiado, la información de que Bruno, nada más salir del calabozo se ha puesto a escribir otra novela, de la que lleva redactadas las suficientes páginas para caer en la cuenta de que ahora está escribiendo Ada o el ardor de Nabokov. El exilio une mucho, piensa Bruno. Sería mucha casualidad que también el autor de Lolita fuera intocable en ese pueblo. Pero, por otra parte, ¿qué sentido tiene escribir una novelucha original si se es capaz de plagiar a Faulkner o a Nabokov con resultados mucho más estimables?
La conversación es interrumpida por el saludo amistoso de los ocupantes, que les felicitan por lo bien que están votando. Lo que supone un error en el manejo de las famosas y no existentes encuestas electorales porque los resultados no van a ser favorables a su causa, como se nos contará después. La actitud cordial de Morencos para con ellos es radicalmente opuesta a la de Don Roberto.
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