Adelaida y su madre están asomadas al balcón, preparadas para ir a misa. Las dos mujeres, con sus misales en las manos, se ajustan sus velos sobre la cabeza. Adelaida va vestida de blanco purísimo tan solo mancillado por unos diminutos puntos azules. El velo, también blanco, aunque corto, recuerda a los que llevan las niñas para su primera comunión. También ella está deprimida. Su madre, al llegar al portal, la tranquiliza: «Que no te preocupes, mujer, que por ahí hemos pasado todas… Eso lo único que quiere decir es que ya eres mujer. ¡Ay, si tu padre te pudiese ver ahora!… Con lo que a él le gustaban estas cosas…». Aurora se santigua antes de cerrar el portal. Camino de la iglesia, Aurora mete prisa a su hija que va muy despacio: «Vamos a llegar tarde a Misa». «Si es que no tengo cuerpo, madre…», refunfuña Adelaida. Un burro no ha parado de rebuznar en la lejanía.
Aurora ha recibido con gozo la noticia de que a su hija, a sus setenta años, le ha bajado la regla. Adelaida, en cambio, está triste. Es una niña apocada y de mal carácter. La madre le repite los tópicos habituales en esa situación por la que pasan todas las mujeres en la pubertad. Pero añade algo sumamente original: un recuerdo a su padre fallecido, del que afirma que habría sido muy feliz si hubiera podido participar de un acontecimiento tan señalado. Al parecer, al padre de Adelaida, las cosas de la regla femenina le gustaban mucho. O eso, al menos, se colige de tan misterioso diálogo.
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