Un plano general desde la puerta de la iglesia nos muestra la devoción y el silencio de los feligreses durante la celebración de la Santa Misa. Al fondo, en el altar, de espaldas a los fieles, Don Andrés hace una genuflexión. Vemos después al grupo de disidentes de los Coros del Ejército Soviético, que visten cazadoras y vaqueros. El que parece liderarlos, les señala el altar en demanda de atención. Don Andrés se vuelve y dice: «Dominus vobiscum». Paquito, que actúa de monaguillo, responde rutinariamente: «Et cum spiritu tuo». El sacerdote inicia el Ofertorio. Los disidentes creen llegado el momento de su intervención y se lanzan al pasillo central en donde, debidamente agrupados, comienzan a cantar y bailar «Kalinka». La Padington, que les ha estado observando, les llama ahora la atención: «¡Que no es el momento, hombre, que no es el momento!». Los soviéticos, avergonzados, se retiran a sus sitios, juntando sus manos y doblando el espinazo, como si en vez de rusos, fueran japoneses, en demanda de disculpa por su error. Doña Rocío comenta a su marido que a ella los de los Coros le gustan más con sus uniformes. El cabo Gutiérrez, sonriente, le responde: «¡Hombre, es que el uniforme…!, pero al ser disidentes…». La Padington se vuelve y añade: «Se les pone hasta otra cara, ¿verdad, usted?». «La traición carcome, corroe y hasta afila los rasgos -puntualiza el cabo con gesto fiero- Lo decía Cicerón… de Catilina». La Padington le hace un gesto de reprensión con la mano. «¿Decía usted algo, señora?, pregunta el cabo, que teme haber metido la pata.
Si al pueblo han llegado los americanos y los exilados sudamericanos de la política, también los rusos. Aunque éstos son sólo disidentes que han abandonado los Coros del Ejército Soviético en alguna de esas giras tan propicias para la escapada. La Unión Soviética todavía existía cuando se rodó la película y, a pesar de que estaba exhalando sus últimos suspiros, nadie entonces hubiera previsto el tan cercano desenlace. Los nuevos conversos han sido en general muy aficionados a hacer muestras de convicción exageradas y estos cantores están impacientes por demostrar su fe católica, acompañando la Consagración con la interpretación de su número estrella, «Kalinka». Pero, claro, la falta de costumbre de frecuentar la iglesia hace que se equivoquen y canten antes de tiempo. La elección de tema tan popular rima literalmente con la interpretación de «La Rosa Amarilla de Texas» que los estudiantes de Eaton hicieron el día anterior. Cada cual ofrece lo que tiene.
Pero la verdad, como muy bien aprecia la mujer del cabo Gutiérrez, es que a los Coros del Ejército Soviético, les despojas de sus uniformes y se quedan en nada. El grupo tiene algo de patético. La Padington, que por su gran ascendiente en el pueblo, disfruta de reclinatorio propio, mientras que su marido, Bruno, está en un banco cualquiera, al lado de Elena, considera que la disidencia hace que hasta les cambie la cara. Gutiérrez, por su parte, piensa que la disidencia dentro del Ejército, por muy soviético que sea, es una deserción, una traición que, como decía Cicerón de quien el cabo debe ser un lector aventajado, se traduce en cambios que deterioran la fisonomía. La Guardia Civil sabe bien que la maldad se ve en la cara. El mensaje de Gutiérrez es de una peligrosa ambigüedad, por lo que la Padington, depositaria de los principios que rigen la vida del pueblo -si no fuera así, no presidiría la asamblea de mujeres, ni llevaría la cuenta de los coitos de sus convecinas, ni mucho menos tendría reclinatorio propio-, le reprende cariñosamente por ello. A veces las convicciones severas de la milicia chocan con las ideas religiosas y hasta con las políticas. ¿Se puede acaso valorar positivamente desde la observancia de las ordenanzas del Duque de Ahumada, que unos militares tan destacados y representativos como los integrantes de los Coros Soviéticos, huyan como ratas aprovechando la acogida que les brinda un país enemigo?
En tanto llega o no la consagración, Ngé y su nuevo amigo, el niño deprimido, se cruzan con el Alcalde y Susan, que llegan a misa con retraso. Sin detenerse, el Alcalde pregunta al negro: «Oye, ¿te duele a ti el cuello?». «No, dolor, no -contesta Ngé-, solo lo tengo un poco rozado». El Alcalde, alejándose con Susan y vuelta la cabeza hacia atrás, añade: «Bueno, rozado yo también lo tengo, pero además me duele por dentro, por el galillo». La Susan, siempre con una sonrisa de folklórica en los labios, consuela a su amante: «Te voy a poner yo, «arcarde», unos fomentos muy buenos que se «hasen» en mi pueblo».
La secuencia, que tampoco explica cómo terminó el encierro de los ahorcados, subraya la complicidad que ha nacido entre la autoridad civil y la minoría étnica, a raíz de su común experiencia colgados de una soga. Nada más natural que después de haber compartido tan singular situación, los dos hombres comenten las consecuencias que ha tenido. Ngé parece muy satisfecho por el interés que por él muestra el Alcalde. Y Susan sigue dispuesta a hacerle la vida agradable a su protector.
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