En tanto el párroco y el cabo de la Guardia Civil llegan a sutiles conclusiones sobre temas de tanta altura, en el interior de la sala de juntas siguen colgados el Alcalde y el catecúmeno. Un hombre dice: «Bájese usted de ahí, señor alcalde, que está usted haciendo el ridículo». «A éstos, ni caso les vamos a hacer -comenta el Alcalde, ¿verdad Ngé?». «Ni caso», contesta el negro. Otro paisano habla desde el fondo». Hombre, alcalde, en una situación tan apurada como esta, tengo yo el gusto de dedicarle unos fandangos». Y dicho y hecho, el hombre empieza a cantar: «Por no tener adonde sentarme / yo me senté en una piedra / por no tener adonde sentarme / la piedra, al verme tan pobre / se rompió por no aguantarme / ¡ay!, ¡«probe» del hombre que es pobre!». Al terminar su fandango, se despide: «Y ahora me voy a marchar, que tengo la caballería de parto». Un mocetón alto y con bigote se arrima a Susan: «¿De qué parte de Andalucía eres tú?». «No —contesta la novia del Alcalde muy coqueta-, yo soy de Santander, pero es que tengo esta gracia en el hablar». Ngé continúa su conversación con el munícipe por antonomasia: «Pues, como le iba diciendo, los compañeros de Harlem tienen otros medios, otra infraestructura. Aquí, por ejemplo, yo puedo ser ilegal, pero si quisiera ser clandestino, me costaría mucho trabajo, ¿comprende el matiz?». El alcalde le pregunta: ¿Y para qué quieres tú ser clandestino?». «Si no digo que quiera, digo si quisiera…». Entre el público está Gabriela. Lleva una labor de punto en la mano, que le muestra a su amante: «Mira qué jersey te estoy haciendo, Ngé. Mira qué alegre. ¿Quieres que te lo deje cortito, tipo mambo, o le doy el largo normal?». «Mira, chica, me da lo mismo -contesta el colgado- Ahora, si dentro de un rato tú ves que refresca, me lo echas por los hombros».
En ese momento irrumpe en la sala el cabo Gutiérrez, seguido de Don Andrés: «¡Hala, a bajarse! -grita el guardia-. Los americanos, que también están allí, porque ya se sabe que los americanos están en todas partes, sobre todo si hay un foco de conflictividad, se aproximan al cabo. El líder se ofrece: «¿Necesita una ayuda de hechos o de masacres?». El cabo no le hace caso y repite: «¡He dicho que los dos abajo, que no lo digo más!». El Alcalde le desafía: «¿Y si yo no quiero?». Gutiérrez desenfunda su pistola. Susan, a su lado, le mira asustada. Los yanquis contemplan la escena, expectantes. Ngé le grita: «Que este hombre es la autoridad civil. A ver si vamos a confundir las cosas». El guardia apunta a los ahorcados: «¡Que a bajarse, coño!»
También en este caso la secuencia escrita era más corta. No figuraban en el guión ni el paisano fandanguero, ni el coqueteo de Susan, ni el jersey de Gabriela, ni el ofrecimiento de intervención de esa delegación de la sexta Flota.
La situación se ha prolongado durante toda la noche. Nadie parece dormir en el pueblo. Al Ayuntamiento, atraídos por el suspense creado, han ido llegando muchos de los personajes que conocemos. Cuando la atracción que supone ver al Alcalde y al negro colgados, pero discutiendo de sus cosas, va rebajando su intensidad dramática, el hombre del fandango consigue atraer la atención de los presentes por unos momentos, aunque luego se va a cumplir sus obligaciones. Ngé relata sus conocimientos sobre las costumbres sindicales de los negros de Harlem. A él le falta infraestructura y medios para salir de esa forma de marginación que supone la prohibición de entrar en la iglesia y los impedimentos que encuentra para legalizar su situación amorosa. El adulterio y el robo continuado de las cabras le sitúan en la ilegalidad, pero él querría pasar a la clandestinidad para poder defender sus derechos con mayor eficacia, pero ni siquiera puede completar una célula y mucho menos crear una quinta columna o un ejército de las sombras. El Alcalde, que nada sabe de esas cosas porque siempre ha cometido sus tropelías a la luz del día y a la vista de todos, no entiende qué razones puede tener Ngé para querer ser clandestino. El negro, que es un hombre realista, pragmático y amante de los matices, puntualiza que no ha dicho que quiera, sino «si quisiera».
La novia del Alcalde y la de Ngé cumplen su función de apoyo moral. Gabriela, como la mujer de Marcelino Camacho en los tiempos de la Dictadura, le está haciendo un jersey. Las cuestiones estéticas no parecen importar al negro que, por su carácter práctico, sólo ve la utilidad del esfuerzo de Gabriela en el caso de que refresque. La valoración de esta circunstancia se la deja a ella. Susan, por su parte, y debido a que no es de allí, piensa que eso puede acabar como el rosario de la aurora y que más vale ser amable con el muchacho que quiere ligársela. Que sea de Santander, pero tenga un gracejo en el hablar inequívocamente andaluz no es más extraño que otras distorsiones en el habla y en el empleo del lenguaje de muchos vecinos de esa villa.
La llegada de la autoridad militar -por supuesto- supone un pequeño golpe de mano contra la autoridad civil, como hace ver Ngé, que ya ha hecho notar una cierta formación política. La película se rodó seis años después del asalto al Congreso de los Diputados por aquel teniente coronel Tejero, de la Guardia Civil. La escena recuerda inevitablemente a ese ridículo pero peligrosísimo episodio de la historia reciente. El gesto del cabo sacando su pistola y la utilización de la palabra «¡coño! guardan una gran similitud con los primeros movimientos de Tejero al entrar al hemiciclo. También él, un guardia civil con bigote, como recordó un chiste de la época que hacía alusión a la letra de una popular canción de Morena clara, que interpretaban Imperio Argentina y Miguel Ligero. Hay una diferencia sustancial. El cabo ejerce su autoridad porque ha sido elegido para ello por el pueblo. Su representatividad es semejante a la del Alcalde que, por otro lado, está alterando el orden público por razones estrictamente personales, porque los mozos quieren que su chica sea comunal. Los yanquis, menos cautelosos que aquel 23 de Febrero, pero tan decididamente como en los días que precedieron al golpe de Pinochet contra el gobierno de Allende, se ofrecen a intervenir e incluso a desencadenar una masacre. El líder, tan amable y tan «pelota» hasta ahora, enseña los dientes. Como es habitual en muchas escenas del cine de Cuerda, la secuencia se corta en punta y sin esperar al desenlace de la situación planteada.
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