Carmelo, en su modalidad ebria, hace abluciones en la pila bendita de la iglesia. Don Andrés, el cura, se acerca abotonándose la sotana y poniéndose el alzacuellos: «El negro se ha ahorcado también», dice. Carmelo le corrige: «No, el negro, no. Se ha ahorcado el Alcalde». «Y Ngé Ndomo», insiste el sacerdote. «Que no, hombre, No sea usted pesado, que yo vengo de allí. Se ha ahorcado el Alcalde por la muchacha esa que ha traído». «Y el negro, que lo sé yo», repite Don Andrés. «¿Quién se lo ha dicho?». «Yo, que lo he notado». Carmelo le muestra su extrañeza. «Si, cosas que me pasan… Tú ya de lo del Cuerpo Místico, ya ni te acuerdas, ¿verdad?». «Fíjese usted, Don Andrés -contesta el borracho-…, que a mí, que me se olvidan las cosas de iglesia… Me acuerdo mucho de la historia de España, pero que mucho… Es más, yo creo que siempre tengo presente la historia de España pero… las cosas de iglesia me se olvidan».
La discusión entre el borracho y el cura sobre quién se ha ahorcado y quién no es desigual. Carmelo ha visto con sus propios ojos que el Alcalde se ha colgado, pero el cura ha sentido a través de los fluidos del Cuerpo Místico de Cristo que también Ngé lo ha hecho. Probablemente Carmelo se preguntará si, como él, el cura verá doble: a un lado el Alcalde y al otro al negro, porque lo del Cuerpo Místico, desde luego, no lo entiende. O tal vez, como él está borracho no distinga bien la realidad. Como los niños en el colegio, a Carmelo se le quedan mejor unas materias que otras. Lo suyo es la historia de España e, incluso a pesar de lo deteriorado que tiene el cerebro por la acción del alcohol, la tiene siempre presente.
Su otro yo sereno se preocupa, como es lógico, por cosas más reales. Está paseando a la puerta del Ayuntamiento con el cabo Gutiérrez. «O sea -le pregunta-, que usted no cree que yo deba entrar ahí y hacerme valer delante de mi mujer…». El cabo es tajante: «Si es que la tienes perdida, Carmelo… Mientras padezcas la impotencia coeundi…». «Si, claro, eso es muy bonito decirlo, pero ella es mi mujer legítima y yo estoy haciendo un papelón…», se lamenta Carmelo. «Yo, en tu caso, aunque esto es una manera de hablar, porque yo ni estoy ni voy a estar en tu caso, Dios mediante, aplicaría el principio de, a enemigo que huye, puente de plata», le aconseja el cabo. «¡Hombre!, puente de plata encima…».
Carmelo, cuando está sereno, piensa que tendría que realizar algún tipo de hazaña para que Gabriela reparara en él y volviera a su lado. El desdoblamiento tuvo su efecto, pero ahora, el ahorcamiento del Alcalde, tal vez abra algún camino a su difícil empresa. Cuando la escena empieza parece que el cabo le ha desaconsejado cualquier intervención y enseguida se lo razona. Gutiérrez piensa, como cualquiera que haya visto el orgullo con que Gabriela pasea a diario del brazo de Ngé, que la tiene perdida. Y demás está la impotencia coeundi -el cabo también maneja bien el latín e el Canónico- y eso si que es mala cosa. Que todo un cabo de la Benemérita acepte como hecho consumado un adulterio no acaba de gustarle al borracho sereno y por eso alega que Gabriela es su mujer legítima. Ni siquiera en un pueblo tan peculiar y abierto en cuestiones del sexto, un cornudo como él deja de «hacer un papelón». A ese respecto, Tirso tendría mucho que decir. Porque la verdad es que el cabo habla en pura teoría y, como él deja bien claro, ni padece impotencia coeundi ni la va a padecer, Dios mediante. Lo que sí tiene Gutiérrez es un hijo sonámbulo.
De la iglesia sale corriendo Don Andrés. «Oye, vete para la iglesia y vigila a tu otro yo, que lo he dejado en la sacristía enganchado a la garrafa y mañana no encuentro ni una gota de vino para consagrar». «No me extraña nada, padre, que me conozco yo a ése», responde Carmelo. «A cambio, Don Andrés, écheme un ojo a la Gabriela, que la tengo yo ahí con el querido y me puede dejar la honra… Pues eso, hecha una mierda». «Ya miro eso yo ahora, no te preocupes, anda».
El cura sale muy apresurado con la intención de intervenir cuanto antes en los aspectos religiosos y morales que pueda presentar el ahorcamiento del Alcalde. El cabo también habría debido actuar en los sucesos del Ayuntamiento con celeridad y eficacia. Sin embargo, vamos a verlos enzarzarse en una amena discusión teológico-militar de altísimo voltaje. Ya se sabe que el pueblo las cuestiones de principios, las teóricas y las filosóficas tienen siempre preferencia. La prisa de Don Andrés le ha hecho abandonar a su destino al Carmelo borracho con la esperanza de que el Carmelo sereno impida que su otro yo se le beba la garrafa entera. El desdoblado acepta la misión a cambio de que la Iglesia vigile a su mujer para que su deshonra no vaya a más. No se sabe si es que Carmelo teme que, en presencia de todos y en un arrebato, Gabriela se lance a las ingles de su querido ahorcado con consecuencias bochornosas.
El cura y el cabo se quedan solos. Don Andrés pregunta: «¿No se habrá ahorcado el Alcalde porque no hemos salido a recibirlo?». «No -consta Gutiérrez-Parece que se ha ahorcado porque la gente joven quiere que la muchacha que ha traído sea comunal. Yo, cuando la he visto, me he dicho: ¡vaya un pijo!, porque he comprendido a la gente joven, ya que la muchacha esa es un pimpollo reventón. Todo eso lo he pensado para mi, no lo he exteriorizado. Es decir, tanto lo de «vaya un pijo», como lo del «pimpollo reventón» ha sido para mis adentros… Y después no he querido intervenir porque lo primero que se me ha venido a la cabeza ha sido el tema del libre albedrío». El cura salta entusiasmado: «Hombre, es que el tema del libre albedrío viene aquí pintiparado». «¿Verdad que sí?», dice el cabo. Don Andrés, con mirada ensoñadora, comenta: «¡Con lo bonito que es ese tema!». Los dos amigos continúan paseando. Un travelling les precede en plano medio largo. Gutiérrez deja de lado la cuestión que les ha llevado allí y comienza a disertar sobre el libre albedrío: «Dentro de la Guardia Civil, no podemos usarlo prácticamente. Todo lo que es buena voluntad en los primeros escalones del mando, cuando se llega a la altura de teniente coronel o así, se ponen las cosas de una manera que ni libre albedrío ni nada. Se encierran en que las ordenanzas, esto, las ordenanzas, lo otro… y de ahí… no hay quien los saque». «Pues es una pena -responde comprensivo el cura-, pero le advierto que con los nuestros pasa lo mismo. Que no se entere un arcipreste que andas tú por ahí un poco ligero con lo del libre albedrío. Se te cae el pelo. Y es que no hay confianza, no hay confianza. Porque el libre albedrío, bien usado, no tiene ningún peligro. Ahora, si eres un atolondrado con la sesera hueca…, claro que los que son así, se van de mujeres, ¿sabe? Es el vicio que más tira. Y eso que nos ponen a todos las sotanas, que son como faldas, para que, hartos de verlas, no nos llamen tanto la atención, ¿verdad?. Pero claro, el vicioso…, el que es vicioso, se va a lo que hay debajo, ¿me entiende?». «Se refiere usted… al sexo… -interrumpe el guardia- Al sexo femenino». «Exactamente -dice Don Andrés-. Que ofrece un enorme atractivo desde el punto de vista del vicio» «Y una eficacia impresionante». «¿En qué sentido?». «Fíjese usted en las gallinas…», dice el cabo. «Sí; sí», asiente el cura.
La secuencia del libre albedrío, una de las mejores y más brillantemente dialogadas, rodada con la sencillez habitual en Cuerda y apoyada en la precisa y siempre expresiva gesticulación de Cassen y Saza, ha sido muy ampliada en el rodaje con respecto a la escrita originalmente. Creo recordar que Cuerda me contó que Saza es muy refractario a cualquier cambio de diálogo. Aquí debió hacérselo pasar mal, pero lo cierto es que el resultado no hace sospechar la menor dificultad con el actor que, como su compañero, está genial. La discusión sobre el libre albedrío iba en el guión por más breves y dsistintos derroteros. El añadido referente a cómo se vive en el Cuerpo y en la Iglesia ese asunto recuerda inevitablemente a las conversaciones entre Pierre Fresnayy Erich von Stroheim en La gran ilusión de Renoir. El cura rural y el cabo del cuartelillo son gente de tropa, que comentan la incomprensión de sus superiores sobre la puesta en práctica del libre albedrío. Se puede imaginar que esa misma charla entre el teniente coronel y el arcipreste tendría un carácter bien distinto. Y ello, a pesar del lenguaje culto que los personajes de Amanece, que no es poco emplean sin distinción de procedencia social u ocupación. La mezcla de conceptos como el libre albedrío y el pimpollo reventón es exclusiva de los personajes de la comedia subruralista y una de las claves de su original humor. El hecho de que sean un cura y un severo defensor de la ley quienes hablen de la imponente novia del Alcalde y de la tendencia de algunos clérigos al trato carnal con mujeres, imprime a este encuentro otra forma de hilaridad.
Nuevamente, nos hallamos ante una secuencia que detiene el tiempo de la película. La franca comunicación entre el cura y el guardia, a los que ya sabemos conchavados para mantener al Alcalde en su sitio, provoca un descanso en la progresión dramática que, como ya hemos visto, nada tiene que ver con la de las comedias realistas de Cuerda. Los personajes interrumpen lo que van a hacer -en este caso, el cumplimiento de su obligación ante un caso tan grave como el doble ahorcamiento en público del Alcalde y del único representante de la minoría negra- y se entretienen en hacer disquisiciones sobre la libertad de los creyentes para escoger entre el bien y el mal. El libre albedrío, del que ambos son partidarios, solo es válido si quien lo ejerce es una persona inteligente y prudente. Eso es lo que viene a decir Don Andrés cuando alude a los atolondrados. Para él, el clero se divide entre los que hacen uso del libre albedrío con sensatez y moderación y los que tienen la cabeza hueca, pero enseguida puntualiza que esos optan por irse con mujeres, con lo que dejan de ser un problema para el libre albedrío. Muy original es también su teoría sobre el origen de la sotana, pensada para neutralizar la curiosidad de los clérigos por las faldas. Don Andrés llega a la conclusión de que esa vestimenta no cumple la función para la que fue inventada porque los viciosos distinguen muy claramente entre la falda y lo que hay debajo. Y ya se sabe que el sexo femenino tiene un atractivo irresistible desde el punto de vista del vicio. Desgraciadamente, nos quedamos con las ganas de que el cabo Gutiérrez desarrolle el tema de la vinculación de las gallinas con la eficacia del sexo y el libre albedrío. Al cabo, que no sufre el yugo del voto de castidad, lo que le preocupa es el conflicto entre el libre albedrío y la severidad de las ordenanzas del Duque de Ahumada.
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