Morencos y Varela llegan a su parcela. Varela comenta modestamente: «Yo es que he pensado que a mí también me interesaría ser intelectual. Porque perder, no pierdo nada. Mira tú: labras como todo el mundo, con la misma fuerza y sin torcerte… Sigues siendo una persona sencilla… Llevas dos o tres inviernos, que ni un mal constipado… Y si además, se puede hacer lo que haces con la mujer del médico… leer novelas sin estropearlas… decir «glande», «viscera», «paradigmático»…, pues no sé, chico, yo no le veo más que ventajas a esto de ser intelectual, sobre todo ahora que me he quedado huérfano…». Morencos acepta el desafío de convertirse en profesor de intelectualidad de su compañero: «Pues entonces conviene que empecemos por el materialismo dialéctico. Por tener una base, ¿sabes?» . Morencos le echa un brazo por el hombro y los dos se alejan por el camino.
Varela lleva tiempo cabilando sobre las ventajas e inconvenientes de ser intelectual y finalmente se ha decidido a sincerarse con su amigo Morencos. Ser intelectual no es incompatible con el oficio de labrador, que no está dispuesto a abandonar. Morencos es un buen ejemplo de ello. Y él ha observado que los intelectuales dicen determinadas palabras que él conoce, pero que no sabe utilizar porque no es intelectual. Pero además los intelectuales no cogen enfermedades como los demás mortales, leen libros sin cambiarles el sentido y engendran en el mismo momento del coito. La secuencia aleja cualquier duda sobre la actitud de Morencos que no quiere reservar para sí la exclusiva de ser el único labrador intelectual y está dispuesto a enseñarle a Varela los secretos más íntimos del materialismo dialéctico.
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