Álvarez, después de tirarle la llave a su hijo, ha vuelto a meterse en la cama. Ngé entra en la habitación y se coloca junto a su madre. «Si me diesen la llave del portal, no tendría que despertarla todas las noches». Besa a la madre y sigue: «Me parece a mí que, con cuarenta años que tengo, ya va siendo hora…» Álvarez, en su faceta de madre cariñosa, le dice que es el tío Pedro -es decir, el Viejo Labrador- quien no quiere que se la dé. «Se lo he dicho veinte veces y no quiere, ya sabes que es muy cabezón… Además, a mi no me importa que me despiertes..». Ngé vuelve a besar a su madre y va hacia la puerta. (En el montaje se ha suprimido el siguiente diálogo, que abundaba en el carácter edípico de la relación: «¿Es que hoy no hablamos?», le preguntaba extrañada la madre. «Estoy cansado. Hasta mañana», contestaba Ngé). La actitud que adopta Álvarez con su hijo oscila entre el reproche gruñón que le provocan las relaciones con otra mujer, Gabriela, y el agobio maternal a que lo somete cuando están solos. El detalle de que Ngé no tenga una llave del portal a su edad le hace depender de que ella se levante a abrirle. Conozco más de una madre que espera despierta a sus hijos ya adultos, no tanto por temor a que les haya pasado algo, como por el placer que encuentran en la charleta con ellos sentados a la cabecera de su cama a altas horas de la madrugada, si es que ellos son consentidores.
Ngé baja por las escaleras cuando casi tropieza con el Viejo Labrador, que al verlo, sale corriendo asustado: «¡Coño, el negro!». Ngé vuelve a la habitación de su madre indignado: «¡Me cago en mi nombre!… ¿Es que no se va a acostumbrar nunca este hombre?, ¿es que tiene que dar un respingo y echar a correr cada vez que me ve?». Álvarez intenta disculpar a su hermano: «Tu tío es un campesino, Ngé, No puedes tenerle en cuenta esas cosas…». El negro insiste: «Es que son cuarenta años viviendo juntos…». «Pues, a su edad, si no lo ha aceptado, ya no lo acepta -opina Álvarez-, ¿para qué nos vamos a engañar?»
Se ha cortado el final de la secuencia en que Ngé preguntaba a su madre por qué no se habían ido a vivir a otro sitio. Álvarez respondía: «¡Huy, no, hijo! ¿Dónde iba a ir yo después de abandonarme tu padre?. Aquí, por lo menos, tengo mi toquilla y mis amigas y…». ¿Daban a entender estos puntos suspensivos que Alvarez tenía también sus usos con penetración vaginal de resultado satisfactorio, tal como contó en la asamblea de mujeres?
Ya sabíamos por su conversación con la calabaza que el tío de Ngé había llevado muy mal el embarazo de su hermana, pero hasta ahora desconocíamos que no solo no se trataba con su sobrino, sino que el color de su piel le provocaba un espanto aterrador. Es perfectamente explicable el cansancio que esta situación, prolongada durante cuarenta años, causa a Ngé, que lleva todo ese tiempo teniendo que evitar los encuentros con su tío para no asustarlo. Alvarez es pesimista. La experiencia le dice que a la edad de su hermano ya no se aceptan ciertas innovaciones en las costumbres. La condición de campesino que alega en su descargo no es convincente. También lo es Morencos y conoce al dedillo la obra de Faulkner.
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