Una cuestión intelectual

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La cuestión de la autoría de la novela de Bruno, puesta en cuestión por Morencos, da entrada a la secuencia siguiente que se desarrolla en el despacho del cabo Gutiérrez, un perso­naje excelente engrandecido por el trabajo de José Sazatornil, uno de los más grandes actores de toda la historia del cine español, que hace aquí una de sus mejores creaciones. El cabo se está poniendo la guerrera sobre el pijama, lo que indica que le han levantado de la cama. A su espalda sendos retratos del presidente Eisenhower y de Napoleón presiden la estancia. Sen­tado de espaldas a cámara, distinguimos a Bruno y a su lado, de pié, están Morencos y Varela. Todo indica que el labrador y crítico literario ha delatado al argentino y le ha conducido al cuartelillo de la Guardia Civil. Gutiérrez, que es un hombre amabilísimo y muy educado -como el propio Saza- hasta cuando ejerce los cometidos más desagradables que su cargo implica, está recriminando a Bruno su incalificable comportamiento. Lo hace con parsimonia, midiendo cada palabra, preocupándose de dar sentido a las pausas: «Le dije a usted, cuando me pidió permiso para ejercer de escritor en el pueblo, que era mejor que hiciese lo que hacen los otros suramericanos, que unos días van en bici y otros huelen bien. Son cosas vistosas, no hacen mal a nadie y llaman la atención lo justo, sin armar escándalo». El cabo hace una pausa, que Cuerda aprovecha para insertar un plano de Bruno, que no entiende bien el empeño del servidor de la ley.

Al volver a Gutiérrez, la cámara lo toma ya en plano medio corto, mientras pasea de un lado a otro. «Pero parece que a usted lo que le gusta precisamente son los escándalos y las extravagancias. De entrada se casó usted con la Padington, que había estado casada otras tres veces, cuando había muchas que no se habían casado ninguna y usted podía haber elegido. Después se compró un sombrero espantoso y anduvo con él todo el invierno. Un sombrero que no nos gustaba a nadie. Lo tengo yo hablado con todo el pueblo. Pregunte, pregunte por ahí, si quiere. A nadie nos gustaba aquel sombrero. Y ahora para rematar… me dicen estos amigos que ha escrito usted Luz de agosto, la novela de Fulkner, ¡de William Fulknerl. ¿No podía usted haber plagiado a otro?». Bruno ha escuchado la bronca en respetuoso silencio. Le avergüenza haber sido descubierto. No encuentra palabras para disculparse. El cabo continúa: «¿Es que no sabe que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por Fulkner?». El cabo ha ido subiendo el tono de su incriminación. Bruno intenta disculparse: «Bueno… Faulkner y yo…, usted sabe…, al ser los dos americanos…» Morencos le interrumpe: «¡Coño, Bruno, no seas cínico, que tu novela es la traducción de Luz de agosto que hizo Pedro Lecuona para la editorial Goyanarte, palabra por palabra». Ante la actitud insolidaria de Morencos, Bruno salta enfadado: «¡Y vós qué hablás, si esta tarde te ardió el culo por culpa de una mujer!». Varela, que se ha mantenido en silencio durante toda la escena, pregunta de sopetón al cabo: «¿Y a usted le vienen muchos asuntos de éstos… de intelectuales?

Se nos da cuenta aquí de algunas otras facetas de la vida del pueblo de Amanece, que no es poco. Cuando un extranjero llega de fuera está obligado a pedir permiso a la Guardia Civil para ejercer cualquier profesión o actividad. El cabo de la benemérita, amablemente, le aconsejará sobre la pertinencia o no de su pretensión. Así sucedió con Bruno, que cometió su primer error al no aceptar la sugerencia del cabo Gutiérrez de que se dedicara a lo normal en los de su condición, la bici o el buen olor. En todo caso parece muy pertinente que sea el cabo de la Guardia Civil quien autorice a alguien a escribir novelas. En cualquier sociedad que ame la cul­tura, debe haber una instancia que impida que cualquier desalmado pueda perpetrar una novela que luego no vaya a gustar a nadie, como el sombrero de Bruno, o que guste a mucha gente pero sea de malísima calidad, y mucho menos que se atreva a cometer un plagio.

Luz de agosto, el cabo podrá ahora aplicar el correctivo adecuado. Gutiérrez habría estado dispuesto a perdonar una copia, por literal que fuera, de Saúl Bellow, pongamos por caso. Pero lo de Faulkner pasa de castaño a oscuro. Los adultos de este pueblo tienen la costumbre de chivarse a la benemérita de los comportamientos antisociales y, como si fueran niños en la escuela, le cuentan al cabo las faltas de sus convecinos. Eso lo ha apren­dido ya Bruno que, cuando Morencos echa leña al fuego sobre su caso, decide destapar el feo asunto de los malos pensamientos de Morencos. Con este personaje del plagiario, Cuerda se adelantó a denunciar la ola de plagios que asolaría España a comienzos del siglo XXI, un poco antes del fin del mundo.

Plagiar a Faulkner es un delito en ese pueblo, pero el cabo Gutiérrez, heredero directo de su colega de Calabuch (Juan Calvo), no detiene a los delincuentes sin que antes no hayan lim­piado sus pecados en el confesionario. Por eso se los lleva al párroco para que los confiese y absuelva, si lo ve pertinente. La colaboración entre Ejército e Iglesia es aquí modélica. Y hay noches, como ésta, en que el trabajo se les amontona. El interrogatorio y el sacramento de la penitencia del escritor plagiario no son sino el comienzo de una noche tormentosa para Gutiérrez y Don Andrés.