Un hombre de acción y una meretriz vocacional

Ayna , ,

Se inicia a continuación el bloque de la verbena que, aunque tiene algún momento diver­tido, constituye, a mi juicio, el tramo más deshilachado de la película y la doble aparición del feriante me parece prescindible. Su estructura en viñetas retarda, a mi modo de ver, la pro­gresión de las tramas que me parecen más hilarantes -las magias que protagoniza Morencos, la muerte del padre de Varela, el encuentro de los forasteros con las mujeres que les acogen en su casa, etc…- Esta secuencia, que no es demasiado larga provoca la sensación de que el tiempo real se estira y yuxtapuesta a la de los guardias recién comentada, separa en exceso la vuelta del trabajo de los labradores y la llegada de los niños a sus casas a la salida del colegio. (En el guión la escena tiene un orden prácticamente inverso al del montaje de la película: comienza con la pelea entre los dos paisanos y termina con los comentarios de los niños).

Veamos la secuencia tal como está ordenada en la película. A las afueras del pueblo se ha montado una modesta feria: unos caballitos, una noria infantil y una caseta de tiro. La cámara está situada en un montículo desde el que se ve un plano general de la verbena. Allí están sen­tados dos niños de los que hemos visto en la escuela. Su diálogo es escueto y desolador: «¿A ti a qué edad te ha dicho tu padre que podrás ir a los caballitos?». «A los veintinueve». «Igual que a mi», termina tristemente el primero. Los niños de este pueblo viven una perpetua desa­zón: sus madres les reciben a gritos, como si vinieran de la guerra, el maestro les tiene en una permanente jazz session que les deja extenuados, sus padres les prohíben que se monten en el tiovivo. La edad que les da acceso a tan inocente esparcimiento -29 años- no puede ser más arbitraria. ¿Están más capacitados para disfrutar de los caballitos a los 29 que a los 28?. Pero Cuerda no hace sino una transposición de costumbres reales. La mayoría de edad se establece a los dieciocho años. ¿Por qué no a los 17 o a los 19? ¿Tienen todos los jóvenes de esa edad física la misma edad mental? En nuestra infancia la mayoría de las películas estaban autoriza­das sólo a mayores de 16 años, y unos años después se establecieron dos pasos, unas para mayores de 14 y otras de 18. Los porteros de determinados cines llevaban a rajatabla la norma, de forma que la víspera de cumplir 16 años un chaval no podía ver una comedia de Doris Day, pero al día siguiente podía acceder a la obra cinematográfica de Tennessee Williams.

Los caballitos de Amanece, que no es poco están vedados a los niños, pero montados en ellos dan vueltas y vueltas, suben y bajan, el labrador cabizbajo por la inminente muerte de su padre y la prostituta del pueblo, a los que vemos conversando a continuación subidos a los caballitos de cartón. Mercedes (Violeta Cela), como se nos aclarará después, lleva varios años ejerciendo el cargo de puta oficial, trabajo que desempeña con orgullo y alegría. Siempre que aparece en la película tiene una sonrisa fresca y resulta extremadamente simpática y colabora­dora. A su lado, Varela parece un entierro de tercera, y nunca mejor dicho, porque su padre agoniza a unos metros de allí. Mercedes le dice: «Oye, hace muchos días que no me acuesto con tu padre». «Es que se está muriendo», responde Varela muy compungido. Ella se tranqui­liza: «¡Ah, pues será de eso!».

En el guión Mercedes recomendaba a su amigo: «Pues dile que, si se pone bueno y viene a verme, no le cobro», a lo que Varela contestaba: «Eso le va a dar mucha alegría, si». Ignoro por qué se suprimieron estas dos réplicas, que me parecen muy afortunadas.

El ministerio que ejerce Mercedes es público y a él se accede por elección popular, luego no tiene nada de particular que ella comente con sus amistades y sus convecinos los avatares que su ejercicio conlleva. La relación que mantiene con el padre de Varela es profesional y, al parecer, asidua, por lo que al encontrarse con el hijo, resulta natural que le haga saber que hace tiempo que no se acuesta con él. No se sabe si la enfermedad que va a acabar con su cliente está motivada por el uso demasiado frecuente de las prestaciones que ella le da, pero es pro­bable porque Mercedes, a juzgar por el tiempo que lleva ganando las elecciones a puta por aclamación, debe ser muy competente. Mercedes es algo así como la Jordi Pujol de las mere­trices. Es previsible que se jubile en el puesto.

Por su parte, Varela, al que hemos visto conversar durante el día con Morencos, su mentor, sin que le desvelara la gravedad de su padre, está muy apenado, lo que no le impide darse una vuelta al atardecer por la verbena y matar el tiempo dando vueltas en los caballitos, con la mala fortuna de caer justo al lado de Mercedes que, al mencionar a su padre, le recuerda su lamentable circunstancia. En este pueblo los hijos ven con naturalidad que sus padres ancia­nos se vayan de putas cuando les venga en gana y Varela entiende perfectamente que a Mer­cedes no le afecte la enfermedad de su cliente ni que, dando por sentado la posibilidad de que el desenlace sea fatal, le ofrezca una prestación gratuita en el caso, poco probable, de que supere la crisis. Tal vez esa perspectiva reanime al moribundo.

Vemos ahora al Feriante (Antonio Gamero), que regenta la caseta de tiro en la que tres paisanos tiran al blanco. El feriante es un charlatán: «A mí las mujeres me encantan, soy un forofo…, pero en el plano teórico, claro… Y de la música, lo que más me ha gustado siempre es el bombo». El labrador dispara y da en el blanco. El feriante le sirve una copa de menta sin dejar de hablar. Es uno de esos personajes que necesita definirse ante el primer extraño que se cruza en su camino y mezcla sin solución de continuidad sus aficiones sexuales, que son sólo teóricas, con sus preferencias musicales. Las mujeres le gustan en general, sin distingos, como género. Y es probable que sea el único melómano sobre la faz de la tierra que valores las posi­bilidades melódicas del bombo. A pesar de esta singularidad, ya he dicho que yo lo hubiera suprimido del montaje, a pesar de la vieja amistad que me une con Gamero, de quien siempre se dijo aquello de «de la mar, el mero y de la tierra, el Gamero».

En el pueblo, igual que se elige alcalde o puta, se debe elegir pendencieros. Cuerda cuenta frecuentemente que muchos de sus recuerdos de. infancia en Albacete están relacionados con personajes que a la primera de cambio se desafiaban y acababan a puñetazos. No se entiende un pueblo español que se precie sin estos discutidores profesionales. Ya vimos que la llegada del alcalde y la cuestión de la turgencia de Susan provocó una de esas reyertas. Aquí tenemos de nuevo a los pendencieros, cuyas conversaciones nunca pasan de dos frase, a la tercera siempre se enzarzan. Uno le pregunta al otro: «Oye, ¿ y los sudamericanos éstos, que unos días van en bici y otros huelen bien, son exilados de qué?». El segundo responde: «De la polí­tica». «No puede ser». «¿Que no puede ser? ¿Tú quieres ver que te arrimo dos hostias?», res­ponde el cuestionado agarrándole de las solapas. (Naturalmente en el guión el pendenciero 1 aludía a los que levitaban).

La escena que sigue era sobre el papel una continuación directa de la primera aparición del Feriante, pero en la película aparecen separadas por la discusión entre los pendencieros. «¿Sabes que a mí, lo de tener negocio propio me ha frenado mucho para ser un hombre de acción? -dice el feriante al labrador que ahora dispara-. Y eso que armas no me han faltado… Pero me ha frenado el tener negocio propio…». Sin mayores preámbulos, «1 labrador, como si le estu­viera contando una anécdota vulgar, recita: «Mandó el rey prender Vergilios /ya recaudo le poner / por una traición que hizo / en los palacios del rey / Porque forzó una doncella / lla­mada Doña Isabel / siete años le tuvo preso / sin que se acordase dél / y un domingo estando en misa / vínole memoria dél». El feriante, sin inmutarse, comenta: «Qué bonito es eso. Y qué antiguo».

La película omite una de las parrafadas del feriante: «A mí, si me reencarnara, me gustaría volver a vivir como un zopilote. Nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo quiere, ni lo necesita. Nadie se mete con él, nuca está en peligro, puede comer cualquier cosa…» Aquí el labrador le interrum­pía con su recitado. La sensación de diálogo para besugos, que en todo caso conserva el montaje final, era sobre guión más acentuada.

El feriante tiene el talante de un filósofo, que reflexiona sobre las cosas de la vida: las mujeres, la música, las limitaciones que provocan las opciones vitales que se toman, la tran­quila vida de los zopilotes… Si eso se convierte en literatura, en metáfora -el romance del labrador-, ya no entiende nada, simplemente le suena a bonito y a antiguo. El pobre Vergilios estaba tan olvidado como el zopilote, pero en cambio debió padecer mucho por la desidia del rey. ¿Quién ha penetrado alguna vez en el alma de los zopilotes para saber lo que realmente sienten? ¿Cuál sería su papel en una sociedad como la que se describe en la película? La incóg­nita se extiende al futurible del feriante. ¿Habría logrado convertirse en un hombre de acción con sus escopetas de perdigones? La estabilidad que da una caseta paraliza cualquier vocación. La de Sir Wilfredo de Ivanhoe y la de Scaramouche. Pero, ¿qué estabilidad es ésa que obliga a montar y desmontar cada dos por tres una caseta para trasladarse unos cuantos kilómetros hasta llegar a un pueblo en fiestas. Es probable que nuestro feriante haya podido plantar allí su tenderete gracias a ese egocéntrico alcalde que organiza celebraciones varias cada vez que vuelve de la capital.