Ngé Ndomo, como todas las noches prepara su estampa viviente entre los riscos. Coloca una a una a sus cabras entre las peñas a distintas alturas para crear una composición artística. Luego se sitúa delante de ellas apoyado en su vara y con gesto de hombre ilustre, como si estuviera posando para un cuadro o una escultura, dice para sí mismo: «¡Anda que no debe estar esto bonito. Las cabras ahí quietas. Y yo aquí, de perfil, como un masai! Hoy no viene nadie a verme», se lamenta. Mientras tanto el guardia Pascual está buscándole por las inmediaciones. Tras mucho subir entre las peñas, alcanza un camino y grita llamándole: «¡Ngé!, Ngé!, ¿ya te has traído otra vez las cabras, jodío?
Esta secuencia retoma el arranque de la película. Ahora entendemos mejor la manía del catecúmeno de hacer cuadros vivos. Ngé, acomplejado por su color y su Edipo, marginado del seno de la Iglesia, encuentra en estos esparcimientos una forma de halagar su vanidad. Ahí, en el monte y bajo la niebla, en la oscuridad de la noche que disimula mejor su condición de minoría étnica, su planta adquiere grandeza y dignidad. De esas escenas bucólicas él es el autor, el director de escena y el actor protagonista. Aunque desgraciadamente, nadie va a verle, como merecería tan mimado espectáculo. Su único espectador es Pascual, víctima de su manía y verdugo de su creación. Para el guardia, ésta parece su misión en la vida, desbaratar las composiciones de Ngé y acompañarle a su casa en previsión de que por el camino el negro tenga un nuevo arrebato creativo y le monte el belén napolitano en otra localización. Teniendo en cuenta que él es muy devoto y tiene que llegar a misa temprano y cuidar del buen orden de la fila de los borrachos, se llega a la conclusión de que la vida de Pascual no es vida. Lo único que falta es que alguna noche a Ngé se le pase por la cabeza montar su «tableau» en el término municipal de Aína y con la escasa visibilidad de la niebla uno de los exiliados de la política le cague encima.
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