El café del pueblo parece un after hours. La soprano sigue cantando horas después. Don Alonso, el médico, está completamente borracho. Tirso, el camarero, seca vasos sin hacerle demasiado caso. «Yo me enamoré una vez, Don Alonso, y me dio muy buen resultado. Fue una experiencia agradable. En fin, ya sabe usted lo exagerado que es el amor, una patología tentadora y gratificante en muchos momentos, pero… siempre deja su poso de hiel» «Es cierto que deja su poso de hiel», se entromete, como de costumbre el cabecilla de los de Eaton. «¡Poso de hiel, poso de hiel!», repiten sus compañeros, como si fuera el estribillo de una canción. El camarero intenta poner orden: «Bueno, no vamos ahora a hacer una asamblea sobre el tema». «¡Oh, no, por supuesto!», se disculpa el joven. «Uno tiene que sobreponerse a ciertos accidentes -continúa el camarero-, a ciertos disturbios dialécticos en el fluir de la convivencia con la persona amada». El yanqui vuelve a interrumpir: «Oh, perdón!, un momento exclusivamente… Habla usted un pijo de bien…¡oh, really!, un pijo de bien habla, ¡oh, sí!…, puede seguir».
Durante todo el discurso de Tirso, el médico no ha hecho otra cosa que mirar su mano diestra con dos dedos extendidos, lo que avala la tesis de Doña Remedios. A Don Alonso le atormenta el pensamiento de que tendrá que alimentar dos bocas a partir de ahora. En su borrachera no se lamenta de que su mujer le haya engañado con Morencos. Tan solo mira esos dos dedos que le recuerdan las criaturas misteriosamente engendradas a sus espaldas y en tiempo record. Morencos, adiestrado en algún método de lectura rápida que le permite devorar una novela en unos cuantos minutos, probablemente aplicó de forma subconsciente su técnica de lectura en el momento del coito, acelerando así que su semilla obrara en su improvisada amante en menos de tres minutos.
«No quiero recordarle los poemas de Pedro Salinas, heterosexualmente hablando -continúa Tirso-, o los de Cavafis, desde un punto de vista homosexual… A ustedes, los médicos, se les reconoce una formación humanística muy por encima de la de los demás científicos…» El médico le interrumpe: «¡Me cago en todos tus muertos, Tirso!. ¡Me cago en todos tus muertos uno a uno!. ¡La tabarra que me estás dando, virgen santísima! Pero, ¿yo qué te hecho a ti, vamos a ver?». «Nada».
Quien contesta a Don Alonso no es Tirso, sino Nacho, el suicida permanente, que acaba de entrar en el bar furioso. Habla para toda la concurrencia: «Me esquivan». Se acerca al punto de la barra en que el médico y el camarero mantienen su parlanchína incomunicación. «¡Que me esquivan! Cualquier día va a haber una desgracia. Por esquivarme a mí, se va a salir alguno de la carretera y se va a matar él». Los chicos de Eaton le escuchan con atención. Al darse cuenta, el suicida comienza a dirigirse a ellos: «Tú fíjate, qué trabajo les costaría seguir derecho y atropellarme, ¿eh? Pues, no. ¡Me esquivan!». El líder le advierte: «You know? Es probable…la posibilidad… de que el buen mesonero no le responda a su conversación… porque el doctor ebrio… le ha insultado de muchas palabras… hace ya nada». Nacho, que le ha escuchado con sus ojos fijos en él y vuelto en su dirección, saca del bolsillo un abanico y comienza a abanicarse en un gesto de claro desafío al entrometido yanqui.
Tampoco esta secuencia era igual en el guión. Creo recordar haber oído hace tiempo a Cuerda que decidió sobre la marcha hacer más extenso el personaje de Cris Huerta, un actor de larga trayectoria, que apenas tenía nada que hacer en la película. Su discurso sobre el amor parte del recuerdo de aquella secuencia de Pasión de los fuertes en que a la pregunta de si había estado alguna vez enamorado, respondía: «Siempre he sido camarero». Tirso es, por el contrario, un camarero que no solo estuvo una vez enamorado, sino que tiene sus propias teorías sobre los pros y los contras del amor. Quizás pensó también el autor que la primera parte de la escena, cuyo único contenido en el guión era la borrachera de Don Alonso, quedaba algo desangelada. Sin duda, la contraposición que se establece entre el lamento del marido burlado y los recuerdos románticos del mesonero, dan mayor complejidad a la secuencia y la mejoran. Los estudiantes americanos no figuraban en esta secuencia en el original. Pienso que el director, a la vista de la perfección con que Gabino Diego imitaba el acento yanqui, optó por ampliar su personaje y colocarlo allá donde podía, lo que hizo con enorme destreza ya que cada una de sus intervenciones dispara la comicidad de la secuencia, además de acentuar ese distanciamiento de que ya he hablado. Gabino Diego se convierte en un traductor de cuanto ocurre, en un avisador de lo que puede ocurrir, en un crítico del fondo y la forma.
Tirso es un teórico del amor. En la película solo le vemos cumpliendo su misión de camarero tras la barra del café, como Mac en Pasión de los fuertes y como tantos otros camareros que hemos visto en las películas americanas, que ejercen de confidentes de los protagonistas cuando éstos pasan por difíciles momentos sentimentales. Recuerdo ahora mismo el que interpretaba Brian Dennehy en la estupenda comedia de Blake Edwards Diez. El propio Cuerda explotará nuevamente esta idea en el personaje de Sancho Gracia en Tocando fondo. La peculiaridad de Tirso es que, lejos de limitarse a escuchar en silencio el drama de su cliente y hacer algún que otro comentario final extraído de la larga experiencia que da la barra, se olvida del estado en que está el médico y se extiende en una prolija reflexión sobre el amor que acaba provocando la indignación de Don Alonso. Menos mal que el chico de la Famous and non existent University of Eaton/USA sabe valorar la propiedad con que el camarero emplea el lenguaje. (El guión se mostraba más conservador en este aspecto: Tirso preguntaba a Don Alonso por qué estaba bebiendo tanto y si le había pasado alguna cosa, a lo que el médico contestaba sacando sus dedos y diciendo:»Dos»)
Hubo una vez en que Tirso se enamoró y fue feliz. Esa sensación, en vez de intentar revivirla en nuevos amores que probablemente le habrían decepcionado, la ha conservado intacta en el recuerdo y se goza en ella con una nostalgia que no le provoca tristeza sino risa. Su teoría se basa en la convicción de que enamorarse alguna vez merece la pena, aunque la razón le lleve a reconocer que el amor es siempre exagerado y que roza la patología. Una patología que, por tentadora, es también gratificante. La prolongación sine die del enamoramiento es peligrosa porque lleva a la convivencia y ésta origina conflictos dialécticos, como los que en este momento padece el médico. Pero cuando el amor se acaba, junto a esa sensación agradable, deja en el fondo un poso de hiel. La verdad es que lo que dice Tirso con el palillo en la boca y palabras de María Moliner se puede suscribir punto por punto. ¡Lástima que la resistencia de Don Alonso no permita que el camarero ilustre sus teorías con los versos de Cavafis y Pedro Salinas, cuya cita confirma el alto nivel cultural de este lugar en donde no solo Faulkner y Dostoievsky tienen su altar.
Sabremos también en esta escena que el intento de suicidio de Nacho ha sido frustrado, y que ese fracaso se viene repitiendo desde que por primera vez comprendió el sentido último de su estancia en este mundo, suicidarse, porque, al verlo, los camioneros dan un volantazo y consiguen esquivarlo. Tal vez porque la situación carece de novedad para los parroquianos del café, tal vez porque en este pueblo cada uno va a lo suyo o tal ves porque los allí presentes acaban de protagonizar prodigios de mayor consideración, la desgracia de Nacho no provoca indignación ni conmiseración alguna. Simplemente le ignoran, aunque el estudiante americano tenga la amabilidad de explicarle las razones por las que el camarero no atiende a sus desgarrados lamentos. Al fin y al cabo, que un conductor evite aplastar a un imprudente que se lanza a la carretera en la noche está dentro de la lógica más vulgar. Otra cosa es el daño que esto inflige en la autoestima de suicida profesional de Nacho, que forzosamente debe pensar que algo hace mal cuando nunca consigue lo que se propone. El gesto final del abanico no acaba de convencerme. Como aquella frase de Carmelo en la cola de los borrachos, me parece un retruécano algo hueco. Un final de secuencia parecido es el del cuartelillo, cuando Varela pregunta por la cantidad de casos intelectuales que se le presentan al cabo. Pero ése está mucho mejor trabado con las preocupaciones del personaje. Una última curiosidad: en la pared del bar, decorada con motivos taurinos, junto a un grabado de Unamuno, está también el retrato del General Dwight Eisenhower, que vimos en el despacho del cabo Gutiérrez.
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