Los guardias civiles Fermín y Pascual, encargados de que se respete el orden público, también tienen sus tribulaciones. Caminan calle abajo, tal vez, en dirección a la de la feria. Dos ciclistas les adelantan, unas chicas corren tras ellos. A Fermín, que es el más reflexivo y desconfiado de los dos, no parece hacerle mucha gracia: «no creas que me hace a mi mucha gracia esta gente que anda todo el día por ahí montando en bicicleta». Pascual le comprende perfectamente y aún añade un matiz a su suspicacia: «A mi tampoco. A mi me gustan más los días que les toca oler bien, cuando huelen a lomo de ángel. Porque esto de que anden en bicicleta lo veo yo más artificial». La comunicación entre estos dos servidores de la ley es envidiable. «Peor sería que levitasen, como en Aína», comenta Fermín, que también tiene más experiencia que su compañero. «¿En dónde?». «En Aína, un pueblo de la sierra de Albacete donde estuve yo sirviendo. Allí los exiliados de la política levitaban unos quince palmos del suelo». En plana compenetración, Pascual reflexiona: «Pues eso tiene peligro porque te pueden caer encima si se les escacharra la meditación». «O cagarte, como los pájaros, que ya pasó alguna vez», termina Fermín.
Uno no puede sentir sino ternura hacia estos dos personajes que pasan el día fusil al hombro, paseando de un lado a otro y pendientes tan sólo de que los muchos prodigios que se dan en la localidad no se desmadren. Luego veremos además hasta qué punto su destino es incierto por culpa de los vaivenes del peculiar sistema democrático que rige en la zona. Su diálogo en torno a los peligros que pueden originar las costumbres foráneas de la colonia sudamericana -los exiliados de la política, los llama Fermín- está estructurado con mucha gracia. La frase de Fermín que se refiere a la incomodidad que le provocan los ciclistas parece a primera vista la expresión de una simple manía personal e intransferible. Pero cuando Pascual asiente, dándole la razón, el asunto toma otro cariz. ¿Qué sentido tiene que dos guardias compartan un sentimiento de antipatía y desconfianza hacia unos pacíficos ciudadanos que se desplazan en bicicleta? Cuerda lo aclara enseguida. A Pascual le molestan los ciclistas porque prefiere que los sudamericanos huelan a lomo de ángel. Aquí estamos ya en el terreno del disparate. Pascual se explica muy bien: los sudamericanos unos días montan en bicicleta y otros huelen bien. El olor a lomo de ángel le parece al paciente guardia más natural que la primera actividad. Es decir, montar en bicicleta es algo artificial, frente a la naturalidad de oler bien en días alternos. Ahí Fermín pone las cosas en su sitio y relativiza la molestia. Más vale que monten en bicicleta, lo que tan sólo es sospechoso de oscuras intenciones, que decidieran levi- tar. En Aína ya ha pasado. Los sudamericanos, en Ayna, levitan. Pascual puntualiza los peligros que eso conlleva. ¿Qué pasaría si la técnica de la levitación fallara y los sudamericanos empezaran a caer sobre los incautos transeúntes? Fermín va aun más allá: Si se pasan el día en el aire, ¿cuándo defecan? Como todo el mundo sabe que hasta los sudamericanos cagan una vez al día más o menos, durante la jornada de levitación lo tendrán que hacer al menos una vez y es más que probable que un día u otro les tocara a uno de ellos que les cagaran encima. ¿A quién no le ha hecho una faena semejante un pájaro alguna vez?
Curiosamente, esta secuencia tan bien armada, pero algo perdida dentro del devenir narrativo, y que originalmente estaba situada como continuidad de la conversación de los forasteros con el Hombre Razonable, es decir, antes de la escena de Morencos y Garcinuño, estaba construida en el guión en tomo a la imagen de las piernas de un sudamericano levitando sobre los tricornios de los guardias. No hace falta conocer demasiados entresijos de la producción para suponer que razones económicas impidieron que Cuerda pudiera rodar esa escena tal como estaba escrita. Probablemente, sobre la marcha debió rehacer el diálogo y llegó a la conclusión de que la extrañeza de Fermín ante el hecho de que los exiliados pasaran el tiempo montando en bicicleta suponía un absurdo mayor que el que contenía la idea inicial, al tiempo que el comienzo del nuevo diálogo permitía descolocar una vez más al espectador.
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