Pasión en el bancal

Ayna , , , , ,

Lejos de la feria, en el bancal, Elena y Mariano se besan y abrazan apasionadamente. El brotado ha crecido ya mucho, pero es tanta la pasión de la muchacha que, al quitarle la ropa, Mariano está a punto de caerse. «Ten cuidado, mujer, que me estoy torciendo el pie». Pero Elena no rebaja su fogosidad y, al intentar quitarle el pantalón, tira de él hasta desenterrarle el pie dere­cho, que todavía es un muñón terroso. «¿Que te he hecho?», se pregunta asustada y arrepentida la labradora. Mariano, muy enfadado, dice: «Mírale tú qué gracia. Cojito para toda la vida».

No me resisto a la tentación de identificar el comportamiento de la bella Elena con el modelo de la mujer castradora, madre y esposa en envase único. Mariano ha nacido de su tierra, ella lo ha criado y regado. Solo durante dos días, pero el tiempo mágico de la película no es el tiempo real. Le ha dado cariño maternal y besos de amante, lo ha encandilado con pro­mesas de amor y cuando finalmente ha llegado al acto sexual, lo arranca de cuajo, interrum­piendo el coito y dejándole cojo, dependiente de ella para siempre.

Teodoro conduce su moto en la noche. Sigue riéndose, a pesar de que lleva puestas las gafas de sol. A su lado, en el sidecar, va Jimmy. Teodoro opina que no han elegido la mejor noche para irse. «Yo no veo tres en un burro. Fíjese que con las gafas puestas me estoy son­riendo…, o sea que si me las quito, me descojono». «¡Jolín con la sonrisita de los huevos! -dice el padre, que le ha estado mirando con suficiencia- Mira, hijo, si falta muy poco para amane­cer, y como las tías éstas no nos han dejado dormir en su casa, pues paciencia». «La hija llo­raba cuando nos íbamos, padre», comenta Teodoro. «Y además las vamos a encontrar mejores en Francia», añade Jimmy. «O sea, que sigue usted empeñado en que vayamos a Francia…». «Es que aquí…, está visto ya». «Lo que pasa -argumenta Teodoro- es que ir con esta moto hasta Francia…, pues tiene mucha tela, padre…¿qué quiere que le diga?». «Ya verás tú qué mujeres y qué comercio nos vamos a encontrar». «¿Pues no decía usted que todas las mujeres eran malas?, pregunta el hijo. «No, hombre -contesta Jimmy-, las francesas, no. Las france­sas son como tíos, que sirven para todo. Allí lo malo son los tíos, que parecen mujeres. No sirven para nada».

Un futuro se abre para Jimmy y Teodoro en su aventura francesa. Da la sensación de que el padre lo ha sacado del pueblo para evitar una posible relación con la niña vieja, para alejarlo de las mujeres, que son malas. La explicación que ahora le da sobre las mujeres francesas suena a un truco para encandilarlo. Teodoro sospecha algo raro y detecta la incoherencia de su padre. Si todas las mujeres son malas, también lo serán las francesas. La respuesta de Jimmy es una declaración de machismo: Las francesas no son malas porque son hombres («como tíos»). Los malos son los hombres porque parecen mujeres. Y las mujeres no sirven para nada. Terrible, ¿no? Jimmy se resiste a la destrucción de la pareja de ficción que ha formado con su hijo. Nunca los hemos visto separados y hay una dependencia evidente del hijo con respecto al padre, que es quien toma las iniciativas y establece las relaciones con los vecinos del pueblo. Incluso en el frustrado idilio con sus patronas, Teodoro no hace nunca una aproximación a Adelaida y se limita a asistir a la relación que se establece entre Jimmy y Aurora. Solo cuando se suben a la moto, Jimmy depende de Teodoro, que se comporta más como conductor que como propietario. Además ha sido el padre quien se la ha regalado y bien que se preocupa de recordárselo continuamente. Jimmy y Teodoro, subidos en la moto, constituye otra de las imágenes emblemáticas de Amanece, que no es poco.

Elena, arrastrando a su novio cojo, intenta llegar a la carretera. Teodoro tiene que dar un frenazo para no atropellarles. La luz del faro ilumina a la pareja abrazada. Detiene la moto junto a ellos. «Hombre -dice Jimmy a modo de saludo-, ya te ha salido el muchacho…» Mariano corrige: «No, no, no he salido…, de salido, nada. Me ha arrancado de cuajo cuando aún estaba verde. Y ¡hala!, cojito para toda la vida».

Como si aquel rincón perdido en la carretera fuera la calle 42, aparece el cabo Gutiérrez, al que acompaña su mujer, vestida con su hábito morado. En segundo término vemos a Pas­cual y a Fermín , que caminan entrelazados con sus mujeres. El cabo saluda: «¡Hombre!, ¿ya te ha salido el muchacho?». «No, no he salido -repite Mariano- Han tirado de mi… y cojito para toda la vida». Elena, sonriente, le da un beso en la mejilla. «¿Se van ustedes?», pregunta Gutiérrez a los de la moto. «Si -contesta Jimmy-, Como esto ya está visto, pues nos vamos a Francia». Gutiérrez sonríe cómplice: «¡Aaah! ¡República Francesa, República Francesa!… Nosotros nos vamos a despedir a Fermín». «Si -puntualiza Doña Rocío- Como mi marido es así, se le ha ocurrido que vayamos todos juntos a ver amanecer». Jimmy les pregunta: «Así que, ¿es bonito aquí el amanecer?». «Precioso» -responde con orgullo el guardia-. Fíjese que uno, por necesidades del servicio, ha visto tantas geografías, que se le queda chico el mapa­mundi; pues no hay amanecer como el de estos valles, vistos desde el Capizón». Jimmy, impresionado por la descripción del cabo, le dice a Teodoro: «Hijo, yo creo que debíamos acompañarlos. Porque una cosa tan sutil y que llame tanto la atención de la Guardia Civil, con lo fieros que ellos son, es que tiene que ser algo muy llamativo…, muy llamativo». A Teodoro le parece bien. Mientras bajan de la moto, Elena y su chico se despiden. «¡Que lo disfruten!», les dice ella. Los guardias y sus mujeres reemprenden su camino. Teodoro coge su guitarra y le dice a Jimmy: «Coja usted el cerdo, padre».

La rebelión de Mariano queda subrayada en su insistencia de que no ha salido sino que lo han arrancado. Al contrario que el muchacho que brotó junto a Garcinuño, su salida al mundo es ya una desgracia. Como a Varela después de la muerte de su padre, a Mariano tampoco le hacen caso cuando protesta por su cojera. Elena simplemente le hace un mimo, le besa la meji­lla. Ahora es más suyo todavía que cuando estaba en el bancal.

En el guión original Elena y Mariano acompañaban a los otros personajes a ver el amanecer.

Marginado el dolor de Mariano, el cabo, que antes confesó ser el responsable de la expul­sión del Cuerpo de Fermín, comenta que han decidido despedir al guardia haciendo una excursión juntos. El subordinado quedará agradecido de por vida a su superior por este deta­lle que demuestra su afecto. O más bien su paternalismo. Es una observación muy acertada de Cuerda. La vieja técnica de hacer compatibles el beso en la boca y la patada en las ingles. Y dado que el espectáculo es único en su especie, Gutiérrez invita a los forasteros a disfrutar del maravilloso amanecer del lugar. Su descripción, aquí solo apuntada, pero que se completará en la secuencia siguiente, es tan viva, tan apasionada, que Jimmy propone a Teodoro aceptar la propuesta del cabo. Que un poeta describa un amanecer o una puesta de sol con ese calor es lo natural, pero si lo hace un guardia civil con bigotes, la cosa no es de echar en saco roto.

También se suprimió la secuencia siguiente en la que la comitiva que se dirige al Capizón se encuentra con Ngé Ndomo que, harto de que nadie acuda a ver sus estampas, está recogiendo las cabras. Al verlos llegar, el negro cree que por primera vez la gente del pueblo ha decidido presen­ciar su espectáculo y empieza a colocar las cabras en sus posiciones artísticas: «¡Que vienen a vemos!, ¡Que por fin se han decidido!», les dice. Cuando la comitiva llega a su altura, pasan de largo sin siquiera percatarse de su presencia. Ngé les llama a gritos: «¡Eh, que es aquí!». Gutiérrez le saluda y le invita a ver el amanecer del Capizón: «Si quieres, deja ahí las cabras y luego las recogemos a la vuelta». Ngé, contundente, le responde: «No, señor, no. Yo espero aquí con las cabras y, cuando vuelvan, echan un vistazo, si no les importa. Que es muy bonito, ¡hombre!, aní­mense. Verán como parezco un masai, aquí de perfil y con las cabras al fondo, quietas, que pare­cen de mentira, y todo muy bien puesto, muy arreglado, cada día distinto…» La voz de Ngé se va perdiendo al tiempo que se aleja la comitiva.