Nadie me quiere matar

Ayna

Nacho, el joven que saludó al Viejo Labrador, trepa por el monte hasta llegar a una carre­tera general cubierta por la niebla. Está muy cansado. Enseguida divisa los faros de uno de esos camiones gigantescos que iluminan el paisaje. Espera a que el camión se acerque y salta al centro de la carretera con la inequívoca intención de que lo atropelle, al tiempo que se rasga la camisa para ofrecer su pecho desnudo al camión: «¡Mátame, mátame, por Dios!», grita enloquecidamente con gesto de desesperación.

De nuevo, la muerte reaparece, ahora en la faceta de suicidio. Nacho es el suicida volun­tario, un hombre que cada noche llega penosamente a ese punto de la carretera, que parece no concordar en el tiempo con el pueblo del que procede este ser desesperado, dispuesto a que un camión acabe con su vida. Nunca sabremos nada de su vida, ni por lo tanto de las razones que le empujan a esa acción. Pero Nacho no es un farsante, un tipo que anuncia que quiere suicidarse pero luego no lo hace. Sencillamente no puede, una fuerza que va contra las reglas de la lógica impide noche a noche que esos camiones que parecen salidos del Duel de Spiel- berg planchen su cuerpo contra el asfalto. Dios o el diablo se niegan a que el suicida cumpla su voluntad, su único deseo, dejar de existir. Su disconformidad con su destino tiene un curioso paralelo con la de Cascales, el joven que quiere cambiar de papel. Tal vez por ello sus respectivos caminos acaben por encontrarse. Aunque la acción anuncia claramente que Nacho va a morir atropellado, Cuerda corta esta secuencia de forma abrupta sin que de momento sepamos su desenlace. La finalidad no es crear suspense al respecto, sino dar pie a otra situa­ción de las muchas que en ese pueblo contrarían la lógica.