Las mujeres están reunidas en asamblea para designar las candidaturas a las elecciones que sorpresivamente ha convocado el Alcalde. Están sentadas en corro. Hay un murmullo general. Por el fondo vemos entrar a dos mujeres poco agraciadas, acompañadas por Pascual y Fermín. Son las mujeres de los guardias civiles, que vienen como conducidas por la pareja de la Benemérita. Las mujeres, muy recatadas, se acomodan en un rincón. Fermín les dice: «¡Hale! Aquí os dejamos. No deis guerra». Ellas asienten sumisas. Las mujeres las miran algo sorprendidas. Pascual se explica: «Se han empeñado y…». La Padington, que está sentada tras una mesa sobre la que vemos una carpeta llena de papeles y un libro rojo, acogedora, le responde: «Si no nos molestan, hombre, si nos alegra verlas por aquí». Los guardias saludan desde la puerta tocándose el tricornio y salen a la calle.
La reunión comienza. «Primer punto: elecciones -dice la Padington-, Segundo punto: novedades. Como ya sabéis, mañana hay elecciones. Siguiendo nuestra costumbre, tenemos que decidir primero quién se presenta a puta, segundo, quiénes se presentan a adúlteras, tercero, si alguna que quiere meterse a monja, y cuarto, si hay alguna que le interesa ser marimacho. Primero: ¿quién se presenta a puta?». Una jovencita interrumpe: «Perdonadme: es una cuestión de orden: ¿Vamos a elegir también nosotras esta vez al tonto del pueblo? Es que mi hermano ya está harto». La Padington contesta sin tardanza: «No, no. Esta vez, no. Ese era un embolado que nos metían los hombres porque decían que nosotras teníamos más sensibilidad y que distinguíamos mejor al tonto que nos podía dar más juego. Pero este año eligen ellos, que nosotras ya tenemos bastante con lo nuestro».
Pide ahora la palabra Elena, que está sentada al lado de Álvarez: «Yo quería comentar otra cosa: es que tengo una amiga, que le ha salido un hombre en el bancal y no sabe si… para tener relaciones con él, hace falta un acuerdo aquí de todas nosotras o hay libertad». En otro punto de la reunión Aurora comenta con su hija: «Esta lo que es, es una fresca». «Ya», asiente Adelaida. «Pues yo no creo que un acuerdo haga falta —dice Álvarez reticente-. Pero lo que si es importante es saber si la relación la hay o no la hay». «Tendría que ser por acuerdo -opina Doña Remedios, insaciable -tampoco salen tantos hombres en los bancales».
La Padington intenta reconducir la situación: «Vamos a dejarnos de esas cosas y a seguir el orden del día. A ver: puta, entonces… ¿Te animas otra vez, Mercedes?». La aludida, sentada al otro lado de Álvarez, responde modestamente: «A mi me da igual. Llevo ya tres ejercicios…, pero si nadie quiere el relevo, a mí… me da igual». «¿Podía interesarte a ti, Merceditas?», pregunta la Padington dirigiéndose a la sobrina de Paquito. «Mujer, siendo la prima del cura, no sé yo si es lo más propio». Álvarez opina que «qué más da». «Bueno que si da…, claro que da», dice Mercedes, que en el fondo se resiste a dejar la poltrona. «Pues haría lo mismo que hace ahora con su tío, pero cobrando». La Padington, sin perder la sonrisa, resuelve: «Bueno, si no ponéis inconveniente, te elegimos por aclamación, ¿verdad, Mercedes?». «Por mí, si no se cansan los hombres…». «Ya te encargarás tú de que no. Elegida por aclamación». Hay un aplauso general y caluroso. «Segundo punto: adúlteras. Yo aquí haría una salvedad -dice la presidenta-. Las mujeres de los guardias civiles no deberían entrar en la elección, porque sabiendo el carácter de esos hombres, me parece un riesgo, la verdad». «No, si no nos importa —contesta una de ellas-. Sí, como habrán visto ustedes, ni siquiera venimos a las reuniones. Pero como ahora parece que hay más ambiente en el pueblo…, pues tampoco queríamos pasar por tontas».
El prólogo de esta secuencia con la llegada de las mujeres de los guardias civiles a la asamblea matriarcal, sin perder el humor que tiene en su origen, suscita hoy una lectura dramática. Como sucede en el País vasco -y ya sucedía en el momento del rodaje de Amanece, que no es poco, lo que hace pensar en la posible intencionalidad de la película a este respecto- la Guardia Civil sufre un estigma de advenediza. Son servidores del orden, pero vienen de fuera. Sin ir más lejos, Fermín ha estado en Aína, donde los exilados levitaban. Si ellos, los guardias, por razón de su trabajo, están aceptados en el entramado social y la exquisita amabilidad del cabo Gutiérrez lo facilita, sus mujeres no se han integrado. Su llegada a la reunión provoca asombro e incomodidad, aunque después la Padington se muestra elegantemente condescendiente. Son mujeres distintas, de otro estilo, amedrentadas, físicamente insignificantes, sin la espontaneidad y la desinhibición de las mujeres que allí se reúnen para escuchar los usos carnales placenteros o insatisfactorios de unas y otras. Llegan escoltadas, literalmente conducidas, por sus maridos, impuestas a la reunión por la fuerza simbólica de las armas y los tricornios. Pero los guardias también actúan con cautela, temiendo la reacción de las nativas, con disculpas y explicaciones, y aconsejando a sus mujeres que se porten bien, que no llamen demasiado la atención, que se fundan con las demás. Hay otra interpretación más literal de ese prólogo, que sugiere la exclusión de las mujeres de los guardias a la candidatura para el cargo de adúlteras. Los guardias civiles son tan fieros que no las dejan salir de casa y sólo el ambiente que últimamente hay en el pueblo, los aires de libertad, la modernización de las costumbres, han hecho que su maridos cedan a sus demandas de integrarse en el colectivo femenino. De todos modos, lo que nunca consentiría la Benemérita es que las mujeres del Cuerpo asumieran puestos con tanta carga simbólica como los de adúlteras. Ponerles cuernos a los tricornios sería, cuando menos, cacofónico.
Ya hemos hablado del peso específico que tiene la mujer en la sociedad subruralista. Sin embargo, esta reunión de las mujeres para preparar las candidaturas refleja muy bien de qué manera y hasta qué punto pueden ejercer su influencia las mujeres del pueblo. Los cargos que están a su disposición son aquellos que se refieren al sexo y, salvo en el caso de la candidatura a monja marimacho, los demás están al servicio de los hombres. Por supuesto, no se habla de que ninguna de ellas se presente a ama de casa porque las labores del hogar las ejercen de oficio. Tampoco se valora el callado trabajo de esposa sumisa, de madre castradora o de solterona para toda la vida. Ninguna de ellas aspira a ocupar la alcaldía, a cabo de la Guardia Civil ni a cura. Para ellas sólo quedan los trabajos de hembra, de objeto del deseo de los hombres o, como mucho, de las lesbianas, que alguna debe haber en el pueblo porque se convoca el puesto de marimacho.
No parece que las mujeres tengan nada que decir en las candidaturas para los cargos masculinos puesto que nada se dice de ellos en esta asamblea, a excepción del puesto de tonto del pueblo, que hasta ahora decidían ellas aunque por delegación de los hombres. No deja de ser significativo que sea precisamente ésa la decisión que se deja en sus manos. Las mujeres tienen -según los hombres del pueblo- una especial sensibilidad para detectar a los tontos, lo cual es posible que sea cierto, pero resulta muy discutible que esa sensibilidad no pueda también ser aprovechada para otras decisiones de mayor peso. Todo esto refleja, con la ironía propia de la película, la perplejidad que provoca aún hoy la relegación a tareas menores de las mujeres que se dedican a la política. En el momento en que se rodó Amanece, que no es poco no había en el gobierno de Felipe González ninguna mujer. Un año después entraron en el Gabinete Matilde Fernández y Rosa Conde, que ocuparon las carteras de Asuntos Sociales y Portavoz del Gobierno, respectivamente.
Me gusta mucho el fragmento de esta escena de la asamblea de mujeres en que Elena introduce su cuestión previa y cuenta, como se hacía en las reuniones de congregantes o en los famosos Ejercicios espirituales de San Ignacio, un caso práctico: una amiga suya quiere saber si puede tener relaciones sexuales con un brotado o necesita permiso de la asamblea. Pastora Veja interpreta la escena con mucha gracia, sutilmente, con una capacidad mimética notable. Su manera de disimular, de fingir que es otra la que tiene el problema, es enternece- dora. Como si no supieran todas esas señoras allí reunidas que ella es la única mujer del pueblo a la que le ha salido un hombre en el bancal. Hasta Aurora y Adelaida, que viven en la estratosfera, se han dado cuenta de lo que se oculta tras la pregunta de Elena. «Esta lo que es, es una fresca», dice la madre hipócritamente. Luego sabremos que Aurora está pensándose comprarse un camisón nuevo para seducir a Jimmy. ¡Lo que ya son ganas! Tampoco la actitud, aparentemente más comprensiva y liberal, de Álvarez está exenta de una cierta retranca. Para ella lo que cuenta es saber si hay relación o no la hay. Es decir, si Elena ya se ha beneficiado a su brotado. Quiere más información. La objección de Doña Remedios es de carácter social: Ella piensa que, ya que salen poco hombres de la tierra, deben repartirse sus prestaciones sexuales de acuerdo a normas emanadas de la asamblea de mujeres. Parece que la experiencia tan positiva que ha tenido con Morencos ha despertado su sensualidad y reclama su parte en la tarta.
El cargo de puta lo lleva ejerciendo con enorme solvencia Mercedes. Sustituirla por la prima del cura no parece procedente, tanto por cubrir las apariencias -aunque todo el mundo sabe que se acuesta con el sacristán-, como porque no reúnen las características físicas que el puesto recomienda. Mercedes es mucho más apropiada. Si se presentara la Susan, todavía… Sería una rival más peligrosa. Por su turgencia, mayormente. Mercedes, que lleva ya tres ejercicios, tiene además una disposición y un entusiasmo que la hace idónea para el puesto en el que, como veremos después, pretende introducir innovaciones de carácter tanto higiénico como moral.
No se elige aquí una adúltera, sino varias. Hay mucho trabajo por hacer en este sector. Y, aunque no llegamos a saber cuál es la decisión en ese punto del orden del día, dado su carácter intrínsecamente reservado, es de suponer que Doña Remedios y Gabriela son las que han acumulado mayores méritos para asumir dicha empresa. Las mujeres de los guardias quedan exentas a propuesta de la Padington y en previsión de males mayores. Imagínense cómo reaccionarían los hombres del tricornio si sus mujeres les engañaran con un negro o parieran gemelos a los pocos minutos de terminar el coito. Esta última situación es impensable porque el aspecto de las mujeres de Pascual y Fermín no permite imaginar que puedan prender con el mismo entusiasmo que la opulenta Doña Remedios.
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