Mujeres

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Las mujeres de Amanece, que no es poco tienen la sana costumbre de reunirse asiduamente para dilucidar sus problemas personales y sociales. En el pueblo no rige claramente el matriar­cado, pero no cabe duda de que las mujeres mandan mucho y ejercen una influencia notoria en el devenir de la comunidad. Es frecuente en el cine de Cuerda encontrar mujeres más listas que los hombres (recuérdese a Carmen y Marta en Pares y nones o a Araceli en Tocando fondo) y otras capaces de hacerle la vida imposible a sus maridos, como las mujeres del ciego y del maestro de Total. Las hay también que provocan su locura (María Iribarne en El túnel o Luisa en La viuda del capitán Estrada), o que les fuerzan a actitudes contrarias a sus ideas (la madre de Moncho en La lengua de las mariposas), o que se aprovechan de ellos (la mujer de Andrés en Tocando fondo). Y hay también mujeres que ejercen la prostitución y que en sus fugaces relaciones con los protagonistas se ven afectadas de manera distinta. Hay víctimas sorprendi­das en su buena voluntad (la puta de El túnel), que escuchan pacientemente hasta con cariño los relatos de su cliente (la que se acuesta con Bartolomé en La marrana, Shirley en Tocando fondo), que están dispuestas a regalarles un polvo a los moribundos que se recuperen (Mer­cedes en Amanece, que no es poco) o que les hacen llegar al éxtasis erótico (la puta de Ruy en La marrana). Y el mismo Dios Padre, que ha elegido a una mujer para que encarne la Ira Divina, busca una madre virgen para encarnar a su segundo hijo sin conseguir encontrarla. Con la Virgen María se rompió el molde. Todo ello conforma un panorama femenino en la obra de Cuerda que rozaría la misoginia, si no fuera porque su descripción de los personajes masculinos alcanza frecuentemente una crueldad asombrosa, siempre matizada por la mirada comprensiva y hasta tierna del autor dentro del pesimismo con que contempla el mundo en que vivimos, el que vivieron los picaros de La marrana y el niño republicano, y el que vivirán aquellos a quienes sorprenda el fin del mundo o el Apocalipsis, ya sea en Londres, en París o en el Cielo de España.

En esta película hay muchas mujeres, madres castradoras y exageradas, esposas fieles e infieles, una niña grande y una madre que comprende a Dostoievsky, una adolescente com­prensiva con los abusos de su tío, una tía buena que viene de la capital y una soprano impasi­ble. Hay mujeres que venden su cuerpo y las mujeres del Cuerpo, esto es, del sargento y los números de la Benemérita, que son más bien pánfilas. Las hay turgentes, enamoradas a pri­mera vista, en fecunda menopausia o con la primera regla al borde de la ancianidad. Casi todas ellas coinciden en el placer de convocar sesiones para reírse de los hombres, que tiene la des­fachatez de no asistir a dichas reuniones y envían a un exilado de la política en representación con el fin de no frustrar del todo la asamblea.

La presidenta de esa asamblea femenina es la Padington (Aurora Bautista, que lejos de sus Juanas y sus Agustinas, se incorpora con brío renovado y sentido del humor a esta película tan diferente a las de Juan de Orduña). Sentada tras una mesa, la Padington, a la que hemos visto en la Misa, recibe una a una a sus compañeras que le entregan una papeleta en la que dan cuenta de sus contactos sexuales. La madre de Ngé es la primera en acercarse y preguntar: «¿Te acuerdas si te di lo del viernes pasado?». «Si —contesta la presidenta-, me parece que era un uso con penetración vaginal. Lo que no me acuerdo es si era satisfactorio o insatisfacto­rio». Alvarez contesta muy segura: «Satisfactorio, satisfactorio». Doña Remedios, rápida­mente repuesta de su parto prodigioso, comenta escépticamente: «Siempre se los apunta satisfactorios…». Alvarez se vuelve a ella respondona: «¿Y qué pasa, eso es malo?». «¡Que va, hija, si es buenísimo!. Por eso deberías decirnos con quien es». «Si, «pa» tus morros», res­ponde la madre del negro. Interviene el único hombre que hay en la reunión, Bruno (Arturo Bonin), que permanece de pie cerca de Adelaida y su madre y que con su acento argentino, advierte: «Ché, ché, si se van pelear, yo me largo. Está bien que me quede todos los días que tienen asamblea para que tengan un hombre de quien reírse. Pero si se van a pelear, yo me largo. Hoy me están esperando». La Padington pregunta a la asamblea: «¿Y qué hacemos, nos reímos ya?». El argentino, que sostiene un manuscrito entre sus brazos, contesta: «¡Ah, si, si! Eso estaría bueno. Otro día me quedo más rato». Las mujeres estallan en una carcajada, al tiempo que insultan no al argentino, sino al hombre. Elena grita: «¡Que no vales para nada!» y otras le llaman «aparatoso», «gilipollas» y otras lindezas, apelativos que Bruno acepta estoi­camente en el ejercicio de su representación.

La parte de esta reunión de mujeres que contemplamos nos informa de dos de sus prin­cipales actividades. Por un lado la confesión pública de los últimos incidentes de su vida sexual y, aunque nos hubiera gustado saber cómo se las arregla la labradora con su recién brotado enamorado o si el albor de la pubertad ha hecho también brotar el deseo sexual en Adelaida, Cuerda limita este fragmento a contarnos de que la ya talludita Alvarez mantiene relaciones con un misterioso amante que la penetra satisfactoriamente, al menos dos veces por semana, aunque la mujer del médico ponga en duda la veracidad del aserto. El hecho de que la madre de Ngé reaccione tan violentamente da mucho que pensar. Cuerda traduce a la lógica de su pueblo el sacramento de la confesión y le da carácter público. La Padington, como los curas de nuestra infancia, pregunta por los detalles, porque igual que no daba lo mismo que los malos pensamientos fueran o no consentidos, tampoco es indiferente que las penetraciones vaginales produzcan placer o no. Si en la confesión de los católicos las relaciones sexuales constituían un pecado, en el pueblo donde viven estas mujeres esos mismos hechos son motivo de orgullo y dan prestigio.

La segunda parte de la secuencia está dedicada a dar cuenta de que las mujeres dedican un tiempo de su jornada a reírse de los hombres, para lo que resulta imprescindible la presencia de al menos un representante de ese colectivo. No se trata de reírse de alguien en particular, sino de todos los hombres. De cada individuo ya tendrá ocasión de hacerlo su mujer en pri­vado. Este acto colectivo no es sino la extensión de esa costumbre tan frecuente de que las mujeres afeen las insuficiencias o avergüencen a sus maridos por no ser capaces de hacer lo que ellas piensan que tienen que hacer. El marido afectado suele asumir con paciencia los reproches de sus mujeres y de la misma manera Bruno acepta sin mayor dramatismo que le lluevan insultos por delegación. En esta tarea se implican mujeres tan románticas como la labradora, tan generosas como la prostituta o tan agradecidas como Doña Remedios, que acaba de ser madre tras un coito enormemente positivo.