Una mujer abre el zaguán de su casa y, haciendo grandes aspavientos, grita: «¡Hijo, hijo mío!». Otra madre dice: «¡Carne de mi corazón!». Los chicos vuelven de la escuela a sus casas caminando con parsimonia. Sus madres les salen al encuentro prorrumpiendo en gritos de dramática emoción. Parece que regresan del sitio de Stalingrado. La escena se repite cada tarde y los niños la viven como una necesaria carga ineludible. «¡Mira que todas las tardes la misma!. Si no nos pasa nada», dice uno. Otro añade: «Todo por hacerse valer». «¡Hijo mío de mi vida, de mi corazón, carne de mis entrañas!», insiste la más vocinglera. «La mía es de las más exageradas -comenta el hijo— ¡Que no grite usted tanto, madre, que se le va a salir el ombligo!». El tercer chaval, sin prestar mayor atención a tan exaltado recibimiento, saca punta a un palo con una navaja.
Para las madres de Amanece, que no es poco, la separación de sus hijos, aunque sea tan sólo por unas horas, las que ellos pasan siguiendo los ritmos del maestro en la vieja escuela, supone una dolorosa prueba cotidiana. Su regreso constituye una grata sorpresa y no pueden contener su júbilo. ¡Quién sabe por qué aventuras arriesgadas habrán pasado en esas angustiosas horas y que obstáculos habrán tenido que sortear para volver sanos y salvos a sus regazos! La escena caricaturiza un comportamiento exageradamente proteccionista de muchas madres con respecto a sus hijos, que casi todos hemos vivido en nuestra infancia: «niño, ponte la bufanda, no vayas a coger frío», «cuidado con los cruces», «cómete el bocadillo»… Muchas veces he pensado que esta película podría haber sido un musical cantado a la manera de Los paraguas de Cheburgo, tal vez porque sus ocasionales incursiones musicales me gustan mucho. Una de las secuencias que más claramente veo relacionada con esa idea es este recibimiento casi operístico, que podría haber dado origen a una pieza musical divertidísima. Esta sensación de que una película determinada está pidiendo a gritos el género musical la tengo con cierta frecuencia. La última vez, en relación con la película de Lasse Hállstróm Chocolat. Creo que la fantasía, la fuga de la realidad, se expresa muy bien en ese género, como lo vio Jacques Demy al traspasar a ese género los cuentos clásicos Piel de asno y El flautista de Hamelín. En las películas de la trilogía de la que forma parte el film comentado, el disparate podría haber llegado a sus más altas cimas si, por ejemplo, Manuel Alexandre hubiera atracado a sus víctimas de Total cantando en francés a la manera de Charles Trenet o si el arcángel San Gabriel anunciara a las vírgenes de Así en el cielo como en la tierra un ángelus cantado en correctísimo latín, o si los exiliados de la política, en vez de montar en bicicleta u oler a lomo de ángel, se expresaran en letras y acordes de tango en cada una de sus apariciones públicas. Brindo esta idea a Cuerda por si, como yo le recomiendo desde la admiración y la amistad, algún día decide convertir esta trilogía en tetralogía. Con tal de poder ver de vez en cuando un nuevo musical, estoy dispuesto a cualquier cosa.
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