El cabo abre la puerta de un cuartucho del cuartelillo en donde Bruno permanece arrestado. Es un arresto como el de Calabuch, puesto que hemos visto al escritor unas horas antes en misa. Bruno advierte al cabo que no piensa votar al día siguiente. Gutiérrez le pide que no se enfade. «Vos no sabés la nochecita que me hicieron pasar acá adentro. Se me vinieron encima todos los recuerdos… y por poco no confieso a las mismísimas paredes del calabozo que yo maté a Perón». «¿Y qué quiere que yo le haga, Bruno? -responde el cabo- Es muy gordo haber plagiado a «Fulkner». Había que enmendar sus extravagancias. He quemado el manuscrito y le he dicho a su señora que tire el sombrero ese horrible que llevó usted todo el invierno. Ahora ya puede salir. Está libre». Bruno se le queda mirando unos segundos. «¿Libre? -pregunta indignado- Pero vos no entendés nada… Hace años que estoy intentando andar en bici…, le compré al boticario todas las colonias y no hay ninguna que se parezca al lomo de ángel… No puedo dar dos pedaleadas sin caerme, ni oler como los otros sudamericanos… Anoche mismo, entre sueño y sueño, humillación y tortura, estuve pedaleando en el aire… y lo único que saqué en claro es este hormigueo que tengo en las piernas». Gutiérrez está afectado por el relato del argentino: «Perdone, Bruno, no sabíamos…». «Además, me casé con la Padington por el dinero -continúa Bruno-, ¿O es que están ciegos?, ¿o es que no se nota?». El cabo, compungido, le dice: «Ya comprendo, ya comprendo». Pepe Nieto, que escribió una magnífica partitura para esta película, subraya el lamento de bandoneón del escritor exilado con una triste melodía argentina. Cuerda echa mano aquí de uno de los muchos tópicos que distorsiona en la película. Como diría el Resines de Pares y nones, los argentinos, sufren.
De pronto, la película entra en su parte psicológica, como corresponde al personaje que protagoniza el segmento siguiente: el escritor argentino. A falta de un buen terapeuta, Bruno abre los secretos de su corazón al cabo Gutiérrez, que acude al calabozo a ponerle en libertad. Primero se queja de los malos tratos recibidos, de la tortura que le ha supuesto esa noche detenido. El cabo le comprende, pero él no ha hecho otra cosa que cumplir con su deber. Había pasado por alto lo del sombrero que tanto les horrorizaba, pero el plagio ha exigido un correctivo. Igual que cada país tiene sus códigos, ese pueblo tiene sus normas de conducta y sus santos intocables. Y a Faulkner, ni tocarlo. Pero una vez que el manuscrito ha sido quemado dentro del más severo estilo inquisitorial y que la Padington se ha comprometido a tirar el sombrero de marras, el argentino queda en libertad. Pero Bruno no está hablando de eso, sino de sus fantasmas personales, de sus traumas, de su falta de autoestima. Sus plagios de grandes escritores no son sino la sublimación de su deseo de ser como los demás sudamericanos, su impotencia que se traduce en no poder montar en bici ni oler a lomo de ángel. Tomando el tricornio de Gutiérrez como sustitutorio del diván psicoanalítico, Bruno acaba confesando lo que ya todos saben: que se casó con la Padington, veinte años mayor que él, por el dinero. La culpa y la insatisfacción corroen el alma porteña del escritor, que no es un impotente sexual, sino un impotente total.
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