El lugar de esparcimiento del pueblo no es exactamente un bar ni una taberna, sino un café-teatro en el que una soprano (Elisa Belmonte) interpreta un aria de Puccini. Tirso, el camarero (Cris Huerta) la escucha extasiado. El local no se ha abierto al público todavía porque no se han presentado aun los números de la guardia civil encargados de conducir a los borrachos a la barra y velar porque la justa proporción de sus consumiciones. Terminado el bloque de la Misa, comienza aquí el correspondiente al café-teatro, que alternará el espacio interior con lo que ocurre en el exterior.
Al contrario que el Viejo Labrador, los guardias civiles, que no son seres primarios sino complejos, piensan, intercambian opiniones y cuestionan la ética de los procedimientos que pueden emplear en la represión del delincuente. Así, Fermín (Rafael Díaz, un actor excelente, con el que tuve el honor de trabajar en tres películas y que falleció inesperadamente en el verano de 1994) explica sus teorías a su compañero Pascual: «Lo de dar guantazos es un esquema muy sintético que conviene utilizar poco. Y utilizarlo bien, casi en plan poético, diría yo. ¡Guas, guas! -dice acompañando la onomatopeya con el gesto de cruzarle la cara al aire- Como algo prodigioso, ¿tú me entiendes?». Pascual responde: «Si, claro, ¡no te voy a entender…!». La reflexión de Fermín está muy bien traída. Si los guantazos fueran moneda común en un interrogatorio no causarían más efecto que el de aturdir al infractor de la ley e impedir su declaración. El factor sorpresa de una bofetada inesperada o su repetición con la medida poética correspondiente, desconcierta al delincuente y le deja a merced de sus torturadores.
Enfrascados en tan elevada conversación, los guardias llegan tarde al cumplimiento de su deber. Los borrachos les esperan impacientes. En el pueblo no se entendería una borrachera sin la protección de la guardia civil. «Un poco tarde se nos ha hecho hoy…», comenta el Viejo Labrador mientras Pascual organiza la cola para una entrada ordenada. Los borrachos ya están en formación.
Fermín acompaña al Viejo Labrador al interior del café. «Aquí te traigo al primero», le dice al camarero, que abandona la sesión operística y ocupa su puesto en la barra, sin que por ello la soprano interrumpa su canto. El Viejo Labrador y su guardia custodio se acodan en la barra.»¡Cómo madrugamos para el vicio, ceh, abuelo?. Para ir a labrar no se da tanta prisa», reprocha campechano el camarero. «Toma que no… Anda que he llegado yo alguna vez tarde al bancal», responde el viejo. «Ahora ya porque se me están acabando las dotes para la agricultura -apura su segundo chupito de anís-, pero también me gusta mucho, por ejemplo, escribir a máquina», añade acompañando la frase con el gesto de teclear con dos dedos. «Casi tanto como beber anisar-apandar con putas… Lo que pasa es que hay menos ocasión». Estas borracheras controladas por la guardia civil tienen lugar de acuerdo a unos cánones preestablecidos y, dada la demanda, se ventilan en un tiempo limitado, de manera que Tirso sirve un chupito tras otro en el momento en que el vaso ha quedado vacío. El Viejo Labrador bebe casi sin interrupción, intercalando sus palabras entre trago y trago. Esta fórmula permite sistematizar un comportamiento social de hecho -la afición de los paisanos al alcohol- sin que ello cree alteraciones del orden público.
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