El cabo Gutiérrez, Pascual, Fermín y las mujeres han tomado posiciones en el Capizón. Teodoro dice: «Es allí, padre». Jimmy, con el lechón en brazos pregunta a Gutiérrez: «¿Y dice usted que es muy bonito?». El cabo se dispone a explicarle los detalles: «Precioso. Verá usted, el sol sale por allí -indica con su dedo índice dos montes que se ven al fondo-, entre aquellos dos montes. Los montes se llaman El Mortero de Pertusa y el Ituero. Poco después, el sol se refleja en el río Córcoles y, al mismo tiempo que brillan las aguas del río, se doran las copas de los álamos de la orilla. Al rato, la línea del sol empieza a trepar por las laderas de este lado, y esto, que parece una película en blanco y negro, empieza a coger los colores de las flores y de los arbustos y se vuelve todo technicolor. Vamos a sentarnos para verlo mejor».
Jimmy y el cabo se sientan en el suelo al lado de Teodoro que sigue sonriendo tontamente con su guitarra bien agarrada. Al fondo relucen los tricornios de los dos subordinados, sentados en segunda fila, en una suerte de anfiteatro. Jimmy mira a su hijo y luego le dice: «Ya te puedes quitar las gafas, hijo». Teodoro, tímidamente, se las quita, pero mantiene el rictus de la risa unos segundos. Finalmente, asiente. Hay un silencio que impone, tan sólo roto por algunos gritos de los animales. El cabo se impacienta. Consulta su reloj, lo lleva luego al oído para comprobar que funciona y luego le pregunta a su mujer: «¿Qué hora tienes?». «Las siete y cuarto». «¡Qué raro! -comenta el cabo muy alarmado—. Yo diría que en este tiempo amanece a las siete». Algo llama la atención de Jimmy. Delante de él se dibuja en el suelo la sombra de Gutiérrez. Mira para atrás y comprueba que los movimientos del cabo se corresponden con los de la sombra. De pronto Teodoro nota sobre su cara la incipiente luz del sol que le viene por la espalda. «Mire, padre -dice, que nos está amaneciendo al contrario». «Lo que yo decía», contesta Jimmy sin darle mayor importancia. Como movido por un resorte, el cabo Gutiérrez, terriblemente enfurecido, se levanta y, sacando de la cartuchera su revólver, apunta al sol que sale por poniente: «¡Yo no aguanto este sindiós!». Las mujeres lo agarran y los guardias intentan detenerlo, pero el cabo comienza a disparar un tiro tras otro en posición similar a la que el Errol Flynn disparaba a los indios en Murieron con las botas puestas.
Todavía se oyen en las montañas los disparos de Gutiérrez. Al fondo de un gran plano general vemos a Teodoro y Jimmy, sorteando las rocas y siempre con el cerdito y la guitarra, se alejan del lugar del prodigio. A medida que la secuencia avanza, los personajes van caminando hacia el emplazamiento de la cámara. El hijo, siempre tan sagaz, comenta: «Pues arreglar esto va a llevar su tiempo. Porque esto tiene pinta de ser una avería gorda, gorda. A mí me acojona». «Nosotros nos vamos a Francia…», responde el padre. «Pero, hombre, allí estarán igual, ¿no?», objeta Teodoro. «¡Que va, hombre, que va! ¿Cómo van a consentir los franceses que ocurra una cosa así? Ellos son mucho más cuidadosos con sus cosas… ¡Y un comercio, tú!, ¡y unas tías que tienen…! Ahora los personajes están ya en plano americano corto. Jimmy, al acabar de decir la última frase, sale de cuadro por la izquierda y deja sólo en el encuadre a su hijo. Teodoro se detiene, mira hacia el lugar del prodigio, como si estuviera cayendo en la cuenta de algo sustancial para aclarar el hecho. Luego vuelve la mirada hacia la dirección de Jimmy y dice muy serio: «La verdad, padre, que Pepe los tiene cuadrados!». Esta secuencia no figuraba en el guión.
Al cabo Gutiérrez se le ha acabado la munición y forcejea para quitarle su arma al guardia Fermín. «Dámela, Fermín, que a ti ya no te hace falta». A pesar de los intentos de los dos guardias por calmarle, Gutiérrez se hace con el arma y volviéndose hacia el sol vacía su cargador al grito de «¡Me cago en el Misterio!». Un sol deslumbrante se eleva por detrás de la montaña al son de la marcha que antes acompañó la despedida del pobre Fermín.
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