Arrodillado junto al viejo Garcinuño, el cura le da la extremaunción. El pobre Garcinuño delira: «Cervantes…, Góngora…, Quevedo…». Poco a poco se apaga y finalmente fallece. Paquito se acerca y el otro joven brotado le comenta: «Ya es triste morirse sin terminar de brotar. Y que empezó a salir en el siglo XVI, se dice pronto. Parece ser que es que en el siglo XVIII se dio a las mujeres con muchísimo exceso y que, por eso, se le plantó el crecimiento. Yo, cuando termine de brotar, me voy a dedicar a las mujeres también prácticamente todo el rato, a estar con ellas en la cama, quiero decir, porque es tanto lo que tiene uno oído…». Paquito le ha escuchado sin mover un músculo de la cara.
Este hombre que parecía eterno, el bueno de Garcinuño, también tiene fecha de caducidad. Ha llevado una vida quieta, agostado al borde del camino, pero plena de experiencias. De medio cuerpo para arriba se dio al sexo con fruicción allá por el siglo XVIII.Y aquellos polvos trajeron estos lodos. Menos mal que Don Andrés ha llegado a tiempo para impedir con la impartición de los últimos sacramentos que Garcinuño dé con sus huesos en las calderas de Pedro Botero, que diría el cabo Gutiérrez. Hasta el final de su vida el brotado mujeriego ha sido fiel a sus aficiones literarias y muere invocando a los clásicos. Es de esperar que en la biblioteca del Purgatorio encuentre algún ejemplar chamuscado del Guzmán de Alfarache.
Su compañero joven está a punto de brotar. Ya lo decía Julio Iglesias: «Unos que vienen y otros que se van». Pero su bisoñez le impide asimilar las enseñanzas que allí, al borde del camino, le proporcionó la vida disoluta de Garcinuño, y está impaciente porque sus pies de vean liberados para acostarse con todas las mujeres que se pongan a tiro. Seguramente las descripciones gongorinas de su preceptor han sido tan gráficas y excitantes que puede más en él el deseo de comprobar en sus carnes esas delicias, que las consecuencias que tuvieron en el agostamiento del medio hombre literario. El muchacho no ha heredado la afición a leer de Garcinuño, sino su ilimitada lascivia. El gesto, entre aterrado y sorprendido, de Paquito, el sacristán, refleja la perplejidad ante la muerte. El miedo, la impotencia.
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