El cura es la estrella

Liétor , ,

En la sacristía Paquito ayuda a vestirse para la Misa a Don Andrés, el párroco (Casto Sendra «Cassen»). A su lado está Carmelo, el borracho del pueblo (Miguel Ángel Rellán), que se emborracha con el vino de consagrar: «Fíjese usted, Don Andrés, si no podría yo embo­rracharme con cualquier otra cosa…» «Pues es pecado venial -responde el cura-, eso que lo sepas. Aparte de que nos produces un gasto del demonio». El sacristán apostilla: «Porque las monjitas le han puesto un precio que, ¡me cago yo en las monjitas!». El cura le reprende sin acritud: «No digas esas cosas, padre». «Pero si lo digo sin sentido, hijo». Carmelo pega otro lingotazo a la garrafa del vino. «Yo creo que no va a haber bastante para consagrar», dice Paquito. «Si, hombre, si -le tranquiliza el padre- A poco que haya… En eso estamos muy cubiertos teológicamente». «Aparte de la sensación de pobreza que se da. Van a pensar los fieles que nos estamos ahorrando la colecta», se queja el sacristán. El cura, como si fuera un primer actor antes de salir a escena, encarga a su padre que mire a ver cómo está de público. Paquito se asoma a la iglesia y comenta: «¡Un llenazo! Como todos los días. Salimos a local lleno». Me viene ahora el recuerdo de la desazón del pastor de Los comulgantes de Bergman al comprobar que se ha quedado sin fieles, sensación que se repetía más recientemente en Ita­liano para principiantes de Lone Scherfig.

Ya desde el principio de Amanece, que no es poco llama la atención el juego de anacronis­mos que maneja Cuerda. El pueblo y sus habitantes parecen sacados de un pueblo español de los años cincuenta y, como en Total, el tiempo en que transcurre la acción no está definido. Las referencias al exilio sudamericano, a Ada o el ardor de Nabokov, a las elecciones y sus cam­pañas o a costumbres morales impensables en esa época, nos sitúan en un presente indefinido. Los niños que siguen al cabo Gutiérrez van vestidos con trajes regionales de diversas proce­dencias. Igualmente los comportamientos serían inimaginables en el tiempo que indican los elementos predominantes en la ambientación. Un sacristán nunca sería el padre del párroco, ni se atrevería a «cagarse en las monjitas», ni el borracho hurtaría en vino de misa en las mismas narices del cura, que tampoco se mostraría tan comprensivo con sus debilidades ni afirmaría que con un poco de vino que le quede está cubierto teológicamente. La referencia al teatro es muy afortunada, indirecta e intencional. ¿Qué es la Misa sino una representación en la que un actor, el sacerdote, repite un texto preescrito que ha aprendido de memoria en un escenario, el altar, y ante un público cuya concurrencia es variable y que paga un precio, la colecta, por ver el espectáculo? Un espectáculo de dos personajes, el cura y el monaguillo, el primero protagónico, el segundo, modestamente episódico y limitado a breves parlamentos en respuesta a los largos parlamentos del primer actor. Una obra que tiene sus momentos fuertes y su clímax, la consagración, y que -al menos en Amanece, que no es poco- se repre­senta a diario y con la publicidad de las campanas. Llevándolo un poco más allá, un evento que, si está bien interpretado, reclama la aquiescencia del público que irrumpe en aplausos entusiasmado por la veracidad de la interpretación.

Otros aspecto a destacar es el magnífico trabajo de los actores, que interpretan en un registro natural como si lo que estuvieran haciendo fuera una comedia realista y los textos que verbalizaran respondieran a la más rígida verosimilitud. Esta forma de hacer queda ya ejem­plificada en esta escena en la elección de tres actores característicos de este género (Cassen, Alexandre y Rellán) y su perfecta comprensión de lo que se les pide. El carácter coloquial de los diálogos, con puntuales inserciones de cultismos y asaltos a la lógica, múltiples frases hechas, multillas y refranes, redondea la singular propuesta.